Hiede a podrido
Dos periodistas nada extremosos -Federico Quevedo y Daniel Forcada- acaban de publicar un libro, El negocio del poder (Editorial Altera) que, como el mismo título sugiere, es una suerte de mural ilustrativo de la corrupción política que nos aflige. Por sus páginas transitan con similar intensidad individuos principalmente del PP tanto como del PSOE y de todas las autonomías sin excepción, instalados en distintas esferas del poder y protagonistas unos y otros de muy semejantes prácticas abusivas o depredadoras del erario y bienes públicos. En no pocos casos, hasta extremos extravagantes por los despilfarros en bienes suntuarios, propios de gentes sandias deslumbradas por el fulgor de la poltrona. En muchos más, simplemente, han entrado a saco cual simples delincuentes, o como parásitos aventajados de la llamada carrera política con la vista puesta en el medro personal.
No es dicha obra un mapa y compendio de la ingente corrupción, ni siquiera una reflexión sobre la misma, tan solo apuntada como corolario de los pertinentes datos y relatos que nos ofrece. Pero sí una invitación a ello, a que nos preguntemos si tan vasto desvergonzamiento -con todas las admirables y abundantes excepciones que se quiera- tiene una raíz genética, o climática, o es una consecuencia del llamado relativismo moral que nos invade o, simplemente, propio de una sociedad pícara que ampara el cínico lema de que no roba quien no puede, o no distingue con nitidez lo público de lo privado, persuadida de que la confusión interesada se beneficia de una anacrónica laxitud judicial y raramente conduce al trullo o provoca la reprobación social.
Todo lo cual nos remite al "caso" valenciano, que por sí sólo requeriría un tratado o una detenida pesquisa. Laguna ésta que por ahora vienen colmando en parte las diligencias policiales que periódicamente se divulgan en estas páginas y que tanta consternación provocan en las filas populares. Consternación, en primer lugar, porque todo cuanto se relata en los informes que han trascendido tiene la fría objetividad de un documento en el que se recogen literalmente las cuitas inculpatorias entre los barandas de la Generalitat y los mafiosillos deslenguados que presuntamente (y que valga el eufemismo) financiaban el partido gobernante, además de equipar el fondo de ropero de aquellos, la trajeada tropa que a juicio de unos magistrados domésticos nada tiene que ver con estos negocios ilegales. Que santa Lucía les devuelva la vista.
Consternación, en segundo lugar, porque, a fuerza de airear los enredos en que anduvo metido el presidente Francisco Camps y su mariachi, no hay forma de enterrar en el olvido, como se pretende, ese mortificante episodio que no solo crucifica al molt honorable, sino que también empieza a exhumar las corruptelas que comprometen con el PP a ciertas empresas de tronío, beneficiarios uno y otras de esa ilícita colaboración. El consejero Juan Cotino dirá lo que quiera, pero su relación con las firmas familiares implicadas en estos sucesos le deja -y permítasenos la ligereza- con el culo al aire.
Lo que parece cierto es que todas estas trapisondas delictivas no disuadirán el voto conservador, tan adicto por estos lares, pero ello no diluye el hedor de la corrupción ni nos borra de su aflictivo mural, en el que un florón de políticos valencianos figuran con trazos penales y esperpénticos, que son los más demoledores.
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