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Columna
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La reserva sagrada

Enric González

Nos gustan los mitos. Cuanto más brumosos, mejor. Una de nuestras ensoñaciones preferidas es la que lleva por título "la burguesía catalana".

Esta expresión tan popular, "burguesía catalana", ha brotado a chorro tras conocerse el expolio del Palau de la Música. Basta con oír los principales apellidos de la historia: Millet, Carreras, el abogado Molins, para que la sociedad entera exhale un gran suspiro: "Ah, la burguesía catalana". Tan discreta ella. Y tan activa.

Por supuesto, la Constitución consagra la libertad de denominación y adjetivación. Si lo que hacen las tropas españolas en la guerra de Afganistán puede llamarse "misión de paz" y la peor crisis en medio siglo pudo llamarse "desaceleración acelerada", ¿por qué no considerar a Fèlix Millet un exponente notable de la "burguesía catalana"?

Podemos dar por seguro que la oligarquía parasitaria que vive a costa del contribuyente sobrevivirá

Ningún problema. Pero convendría no perder de vista la realidad, más allá de ensoñaciones y expresiones fantasiosas.

Nadie duda de que Millet viviera como un gran burgués: visto lo que trincaba, podía permitirse cualquier lujo. Ahora bien, Javier de la Rosa tampoco solía privarse de nada. Y, sin embargo, a él no se le incluyó jamás en esa reserva sagrada de la "burguesía catalana".

En términos económicos o sociológicos, Millet, y otros muchos que pastan en la reserva sagrada, tienen tanto de burguesía como los matones del Bada-Bing. ¿Propiedad de medios de producción? Nada. ¿Protagonismo en la actividad industrial y comercial? Nada. ¿Hegemonía financiera? Nada.

Por razones complejas, hemos decidido que una serie de familias, protagonistas de la economía catalana en el siglo XIX y principios del XX, y supervivientes (gracias a oportunas alianzas con el gobierno de Burgos y con el franquismo) a las convulsiones de la Guerra Civil, son para siempre "burguesía catalana". En realidad, se han transformado en una oligarquía parasitaria basada en la potencia evocativa del apellido y en una útil red de contactos, fraguada en la escuela y los veraneos.

Es evidente que sólo ejerce como presunto "burgués catalán", feliz dentro de la reserva sagrada, quien actúa como parásito. Centenares de personas con un apellido históricamente notable trabajan con normalidad y permanecen ajenos al circuito del saqueo institucional. Otros, muy numerosos, pululan por el territorio fronterizo de la política: Molins, Trias de Bes (dos de los acompañantes de Fèlix Millet en el fraude de Renta Catalana, un cuarto de siglo atrás), Guardans (nieto de Cambó), etcétera. La política, se sabe, acoge tanto a parásitos especializados en medrar a costa del contribuyente como a simples retoños desocupados, además de quienes se dedican a ella por vocación de cambiar las cosas, por afán de notoriedad o por lo que sea.

Existe una alta burguesía catalana real, pero se ha hecho por aluvión (es lo que tiene la realidad, tan desordenada) y nos cuesta identificarla como tal. Quedan apellidos notables en la industria (un Molins dirige Cementos Molins y un Godó dirige el Grupo Godó), junto a apellidos que nuestro reflejo mítico siempre considerará advenedizos por más que manden e influyan (ahí está Lara); lo más numeroso, sin embargo, son los apellidos que no evocan nada. El ejemplo más citado, cuando se habla de burguesía auténtica (medios de producción, influencia, etcétera) y refractaria a la popularidad social, es el de los hermanos Andic, Isak y Nahman, que comercializan sus productos bajo la marca Mango. Tampoco evocan gran cosa los Gallardo, los Vila-Casas o los Folch. La burguesía vinatera (Torres, Codorníu, Ferrer de Freixenet) y la financiera (como los Olíu del Banco de Sabadell) suenan algo más, por la visibilidad de sus empresas, aunque nunca tendrán el brillo mitológico de los Millet y los Güell.

Volviendo a la oligarquía parasitaria, la que merodea en torno a las instituciones públicas y a la política para vivir a costa del contribuyente, podemos dar algo por seguro: sobrevivirá. Y seguirá medrando. Tal vez Fèlix Millet no pueda repetir resurrección, como tras su experiencia carcelaria por el caso Renta Catalana, pero otros como él asumirán el relevo. No sirven de nada, pero nos hacen falta. Forman parte de nuestro entramado mítico. ¿Y qué sería de esta sociedad sin sus mitos?

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