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LLAMADA EN ESPERA | ARTE
Columna
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Diario de Duelo

Estrella de Diego

En medio de tanto recuerdo a los setenta años del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, quizás se nos pase otro aniversario memorable: los también setenta años de la desaparición de Freud, quien moría en Londres poco después del inicio de la batalla, el 23 de septiembre de 1939.

Estaba a punto de olvidárseme incluso a mí que solía ir cada septiembre a visitar su casa en Viena cuando no había en las salas sino un diván que, pese a saber los visitantes -exiguos entonces- que no era el genuino -se lo llevó a Londres en su huida de los nazis-, se veneraba con devoción igual que el fetichista venera el zapato: la parte por el todo.

Tenía Viena al final de verano una luz mortecina y brillante a un tiempo, sol que está a punto de sufrir la transformación de las estaciones y retirarse hacia el invierno. Es la luz que cada otoño nos recuerda la adolescencia, porque el año no termina en diciembre como impone el calendario, sino en verano, tardes en que se agota la luminosidad y aún hace calor y se respira en el aire cierto drama intenso: el sencillo paso del tiempo. No debería haber motivo para sentir esa desazón que arrastramos a finales del verano, nudo en la garganta que parece no tener sentido en medio de un día tan radiante. Pero el color del sol anuncia los cambios. Por eso la psicología aplicada de hoy en día, la pensada para los que precisan de una curación express, echa la culpa de esta angustia al final de las vacaciones: se trata de otra trampa en nuestra sociedad reduccionista. A Freud le hubiera robado una sonrisa: reducir el peso del paso del tiempo a una cosa tan banal.

Trato de paliar el nudo del otoño anunciado, la ejemplar sensación de pérdida. Rebusco en mi biblioteca y, detrás de una fila desordenada de libros apilados, los últimos que han llegado a casa, rescato La interpretación de los sueños de Freud. Son los tres tomos de Alianza Editorial que me regaló mi padre y están garabateados en los márgenes con la impunidad que dan los pocos años. Es fascinante la lectura de este trabajo de Freud que cuenta más sobre su autobiografía que sobre los sueños colectivos. Un placer de lectura esos relatos que, como ocurre con sus casos clínicos, son pequeñas historias autónomas. Y es incluso emocionante releer un libro anotado hace tantísimos años: regresar a los propios libros anotados es volver a los que fuimos entonces, a la pérdida. En uno de los márgenes veo, con mi letra juvenil, un mensaje escueto: "Si le hubiera conocido...". Con los años se aprende que los autores que más amamos tienen mucho de viejos conocidos, muertos sí, pero vivos en la memoria.

Justo delante de Freud, en medio de los libros que aguardan la lectura, han raptado mis ojos un volumen reciente que un amigo me acaba de traer de París. Es Diario del duelo que Barthes (Seuil, París, 2009) empieza a escribir tras el fallecimiento de la madre. Se trata de un conjunto de notas que tal vez estuvo pensado como complemento a sus escritos autobiográficos desde Barthes por Barthes hasta Fragmentos del discurso amoroso. Un texto trágico y por eso apropiado para los momentos de reflexión. Aunque el autor tampoco es del todo popular aquí entre filósofos y científicos, como le pasa a Freud. Le acusan de ser "pensamiento débil", si bien entendió como pocos la naturaleza humana y la cultura contemporánea. Me emociono al leer a Barthes: "La primera, la noche de bodas. Pero ¿y la primera noche del duelo?", plantea nada más empezar. Leer a los que ya no están es un modo de honrar su memoria, pienso de pronto.

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