Paciencia afgana
Cunde la preocupación tras una semana inusualmente difícil en Afganistán. La guerra no va bien, y la política tampoco. Cuando se cumplen ocho años del 11-S, Gobiernos y opinión pública oscilan entre el hastío y la desmoralización. Mientras que el horizonte de salida se aleja, cada vez menos ven el sentido de la presencia internacional. Lo logrado (echar del poder a los talibanes y evitar que Al-Qaeda y sus franquicias puedan repetir o patrocinar ataques terroristas como el del World Trade Center) no es poco, pero tampoco es suficiente. Las llamadas a la retirada son cada vez más frecuentes y explícitas. Incluso en Estados Unidos, muchos advierten a Obama sobre una vietnamización del conflicto.
En Afganistán, el aguante no parece una virtud, sino la única estrategia de supervivencia
La muerte en Kunduz de al menos 70 civiles en el bombardeo de dos camiones cisterna previamente capturados por los talibanes ha vuelto a poner sobre la mesa los dilemas a los que se enfrenta la coalición internacional: sus tropas no son suficientes para controlar el territorio más allá de las grandes ciudades (a veces, ni siquiera más allá de sus bases), lo que significa dejar una gran parte del país en manos de los talibanes. A la vez, el deseo de minimizar los riesgos lleva a los comandantes a abusar del apoyo aéreo, lo que termina provocando víctimas civiles que socavan aún más la legitimidad de la coalición internacional.
Hasta ahora, EE UU se llevaba la palma en este tipo de incidentes, pero en esta ocasión ha sido el contingente alemán el protagonista, lo que ha supuesto un duro despertar a menos de dos semanas de las elecciones generales alemanas. Las reglas de enfrentamiento típicas de una misión de paz (no disparar excepto en defensa propia) bajo las cuales operan contingentes como el alemán y el español son cada vez más difíciles de sostener ya que proporcionan a la insurgencia libertad para construir poco a poco una presencia militar donde antes no la tenían y así lograr el control político y militar de las provincias cuya estabilidad nos hemos comprometido a asegurar. Se trata de un simple problema de vasos comunicantes: todos los espacios que no ocupe el Gobierno afgano o la coalición internacional serán progresivamente ocupados por los talibanes.
Con toda crudeza: que la guerra vaya mal entra dentro de lo previsible. El tiempo juega a favor de la insurgencia y en nuestra contra. Por eso es tan grave que la política, que en último extremo tiene que ser la que proporcione una solución estable y duradera, también vaya mal. Las elecciones presidenciales del 20 agosto, cruciales para reforzar la legitimidad de las instituciones afganas, se han visto ensombrecidas por las alegaciones de fraude. El escenario de un Afganistán gobernado por un presidente doblemente deslegitimado (por la manifiesta incapacidad para gobernar mostrada en estos años y, ahora, por las alegaciones de fraude) es el más preocupante puesto que prolongará la construcción de unas instituciones afganas que merezcan tal nombre, incluyendo, sobre todo, un Ejército y una policía propia. Como me señaló antes del verano un general afgano que participaba en un programa de entrenamiento de las Fuerzas Armadas afganas organizado por el Ministerio de Defensa español: "Les agradecemos su presencia en nuestro país pero si algo hemos demostrado los afganos es que sabemos luchar. Dennos las armas y el entrenamiento para que nos podamos encargar de nuestra propia seguridad" (y vayan en paz, podía haber añadido).
Que las elecciones no han sido perfectas parece confirmado, aunque es pronto todavía para valorar si su magnitud es tal que obligue a invalidar el resultado o forzar una segunda vuelta. Acostumbrados a los estándares occidentales, es lógico que la lentitud en el recuento de los votos haya generado numerosas suspicacias. No obstante, en este caso constituye una garantía ya que la supervisión parece estar siendo efectiva y la comisión encargada de dirimir las alegaciones también parece estar haciendo su trabajo con rigor. Piénsese como contraste en las recientes elecciones iraníes, donde a las pocas horas del cierre de los colegios electorales, el régimen ofreció los resultados globales, pero no los resultados por provincias (algo extraño ya que unas elecciones se supone que los votos van de abajo arriba, no al revés), y luego despachó todas las reclamaciones de forma apresurada. En Afganistán, por el contrario, la buena noticia es que tanto la Comisión Electoral Independiente como la Comisión de Quejas Electorales han sido capaces de detectar y descontar los votos fraudulentos (hasta 700.000) con los que algunos gobernadores provinciales afectos a Karzai habían rellenado masivamente las urnas. Con todo, habrá que esperar a que se diriman todas las reclamaciones antes de pronunciar un veredicto. En Afganistán, la paciencia no parece una virtud, sino la única estrategia de supervivencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.