El motín de los niños del 'botellón'
Una semana después de los altercados de Pozuelo EL PAÍS reconstruye lo ocurrido con las voces de los testigos: un menor, una vecina, el dueño de un bar...
Hace una semana, la imagen de Pozuelo como municipio rico, remanso de parques y familias acomodadas saltó por los aires. Un botellón de 4.000 jóvenes en las fiestas patronales culminó con una batalla contra la policía que se cerró con 20 detenidos, 10 agentes heridos y un intento de asalto a la comisaría.
La resaca de la multitudinaria reyerta no está siendo fácil. Padres e hijos implicados se revuelven contra la imagen de "aquí no ha pasado nada" que sienten que se ha difundido. No todo han sido reacciones permisivas ante los excesos de los niños; los protagonistas relatan tremendas broncas en la familia. Los propios policías tienen constancia de reacciones violentas de algunos padres.
"No todos los implicados somos ricos ni tenemos chalés"
Policías y jóvenes heridos se cruzaban por los pasillos del hospital
"Si lo sé no saco la basura", dice el dueño del bar donde cogieron las botellas
La policía tiene constancia de reacciones violentas de algunos padres
El ambiente en el hospital era tenso: alcohol y sangre bajo los focos
"Quien se llevó un botellazo fue un mafiosete que me robaba la merienda"
El relato de detenidos que resultan ser aristócratas y de vándalos que viven en zonas residenciales de Majadahonda con pistas de tenis ha causado perplejidad. "Pero no todos los implicados somos ricos ni tenemos chalés", protesta el padre de uno de los arrestados, de Pozuelo. Con 39.721 euros, el municipio posee un PIB per cápita superior en 9.000 euros al del resto de la Comunidad de Madrid, pero la estadística encierra sus trampas: también hay obreros, y un 10% de la población acredita sólo estudios primarios.
La mayoría de los chicos que participaron en la trifulca son carne de centro comercial. Los fines de semana se reúnen en los de Majadahonda, donde encuentran un plan de copas a precio razonable: nada demasiado ambicioso, pero suficiente para una zona sin grandes alicientes para los jóvenes. En ese contexto, la temporada de fiestas resulta todo un estímulo. "Leganés, Sanse, Móstoles, Pozuelo, Majadahonda y Las Rozas", enumera un menor. Siempre con el botellón a cuestas.
El circuito estival atrajo a Pozuelo a cientos de chavales que durante la batalla no sabían dónde refugiarse ni cómo regresar a casa. "Una verdadera avalancha", describieron los vecinos. Solamente dos de los detenidos procedían de la localidad; lo que quiere decir que, o bien los vándalos eran todos de fuera o los oriundos supieron esconderse mejor.
Éste es un asunto espinoso. Los padres de algunos de los detenidos sospechan que, durante el momento álgido de la reyerta, la policía sólo pudo limitarse a sobrevivir. Por eso, cuando comenzó con los arrestos, salvo casos flagrantes, lo hizo sin mucho criterio y para no quedar en ridículo. Un chico asegura que le detuvieron cuando intentaba tomar un taxi; otro, intentando regresar a su casa. El abogado de cinco detenidos explica que a sus defendidos la policía los encontró "en un callejón, aterrorizados". Muchos agentes sonríen cuando escuchan estos argumentos: "Algún pardillo habría, pero la mayoría de los que fueron al calabozo tenía las manos en la masa". Desde la Jefatura Superior argumentan que nada podía hacer anticipar un motín de una proporción similar. "Son situaciones muy inestables, y no hay ningún chico herido de gravedad. Estamos orgullosos de eso", dice un portavoz.
EL PAÍS ha reconstruido la noche infernal de cuatro de los presentes en los disturbios: un chico de Madrid que asistió a la génesis de la reyerta, otro de Pozuelo que terminó con un brazo roto, una vecina que casi ve arder su casa y el dueño de un bar que descubrió que su basura encerraba un cargamento de peligrosa munición.
Los intentos por recoger testimonios de algún policía han sido inútiles. El protocolo de seguridad se lo impide.- El testigo definitivo
Cada grupo de botelloneros tiene su relato. "Todo empezó con una bronca de skins", "los latinos le pegaron a un dominicano", "quien se llevó un botellazo fue El Maga, un mafiosete que de niño me robaba la merienda". El relato de la noche se pierde en un cúmulo de peleas. Pero un chico guarda en su cabeza el instante que hizo que todo estallara. La investigación oficial reconoce en él al testigo que presenció cómo la chispa encendía la mecha.
Igual que la mayoría de menores que participan en este reportaje, ha pedido que su verdadero nombre no se publique. Se llamará Santiago. Agarró del brazo a un amigo cuando lo vio sangrar por la frente por culpa de un botellazo extraviado. Se puso de pie de un salto, dejó el césped húmedo y corrió hacia un grupo de unos seis policías nacionales que se encontraban en la orilla del recinto (en total había 16, en apoyo de una veintena de policías locales). Fue en torno a las 2.15. Los agentes llamaron a una ambulancia, luego se internaron en el parque. "Los polis nos avisaron de que iban a empezar a cargar y que lo mejor sería irse a casa", explica Santiago. Los policías cumplieron lo prometido e intentaron disolver a los chicos de la zona, pero encontraron más resistencia de la esperada. Las botellas comenzaron a llover. Entonces se dieron cuenta de que eran un puñado de hombres rodeados de una turba furiosa.
La versión de Santiago no casa del todo con la de los agentes. Los informes de la intervención detallan que les agredieron al internarse a rescatar al menor herido. Algunos chicos que participaron en el ataque aseguran que interpretaron la escena de otra forma. "Vimos a la poli zurrándole a un chavalín de 15 años. Sangraba, y nos pareció una injusticia. Así que se lió", explica orgulloso uno de ellos. Santiago niega que pudiera haber cualquier confusión: "Las peleas seguían incluso al lado de los policías. Se veía que algo iba a pasar aquella noche, en el ambiente, las pandillas y la cantidad de botellas de vidrio que llevaban vacías por si ocurría algo".
Poca gente puede considerar más infernal aquella noche que él. "No salimos del parque hasta las cuatro y media porque después también pegaron a otro amigo, y tuvimos que estar en el hospital de campaña. Cuando nos íbamos, oímos los pelotazos y fuimos hacia la comisaría para coger un taxi".
Fue justo a la hora en que, aprovechando la confusión, 200 atacantes se lanzaron contra la sede de la policía nacional. Santiago volvía a estar justo donde no quería.
Testimonios como el de Pierri, pozuelense de 22 años, hablan de un cabecilla de 17 años que empujó a los asaltantes contra la comisaría. Hay que tener mucho carisma o un séquito de compinches poco despabilados para convencerles de que es una buena idea tomar una dependencia policial. O puede que haga falta creer que todo tiene una explicación más allá de la euforia colectiva.
- ¿De dónde salen las botellas?No paraban de llover vidrios. Quince minutos con los escudos en alto recibiendo piedras, adoquines... Pero ¿de dónde salían tantas botellas? ¿Se habían bebido todo eso? A unos metros del grupo de policías que a las tres de la mañana se apretaban unos contra otros con la esperanza de resistir el empuje de la marea de cristal, el pelotón de ejecución grababa su lapidación para asegurarse de que Internet haría la hazaña inmortal. El parque del Pradillo quedó retratado en los vídeos como una zona de desastre, con las talanqueras de la plaza de toros convertidas en barricadas de fuego, 17 contenedores ardiendo y una decena de señales de tráfico arrancadas, marquesinas, bancos públicos y alcantarillas destrozadas.
Nacho sabe de dónde salió una pequeña parte de esas botellas. "Si lo llego a imaginar, no saco la basura", explica acodado en la barra de su bar. Pero él tampoco podía aventurar nada cuando a las tres de la mañana dejó sobre la acera del Camino de Huertas, frente al recinto ferial, un montón de bolsas cargadas de munición: cientos de botellines de refresco y una cuarentena de botellas de licor. Ante sus ojos, una tras otra, todas estallaron contra los escudos antidisturbios, a centímetros de la cara de los policías. "Sólo podían mantener las posiciones de seguridad", explica. Por encima de todo, la formación no debía romperse: ninguna pieza podía abandonarla para perseguir a los agresores.
Nacho es una figura conocida en el pueblo. Calvo como una bola, resulta tan identificable como su bar, el Igloo, estandarte del rock y la música alternativa en Pozuelo.
La noche no presagiaba nada bueno desde el principio. "Los chavales estuvieron desde temprano pasándose por el bar muy violentos. "Quiero hielo", le gritaban a las camareras. Yo les decía que no, y se ponían gallos, pero a mí ya ves lo que me importa". Habla con un deje entre chulesco y flemático, mirando al suelo y sonriendo. Él estaba allí antes de que todo estallara, y seguirá estando cuando todo pase. Muchos hosteleros de la zona recibieron amenazas esa noche. En el hotel cercano no quieren explicar qué, pero dejan ver que algo pasó. "Gamberradas", dicen. La sensación de impunidad tomó por unas horas el pueblo.
Mientras las botellas arreciaban es fácil imaginarse a Nacho allí parado, apoyado en la puerta, escéptico, tranquilo, a dos metros de la batalla. "Salimos y se nos pusieron los ojos como platos". Los clientes del bar quedaron aislados en la terraza del Igloo. "No sé cuánto tuvimos que esperar para volver a casa". No retuvo la cara de ningún atacante: "Eran todos iguales", bufa, "con pantalones caídos y esas gorritas que encuentran tan chulas pero que parecen de ciclista". En el caos de los vídeos se impone una banda sonora inolvidable: los gritos de los niños. Las risas, los insultos infantiles a los policías, las amenazas. "Estos son otra movida. Los de la generación del noventa ya estamos pasados".
- Pesadilla en los chalésUna imagen de pesadilla. Para el dueño de un chalé es difícil imaginarse algo más aterrador que a un ejército histérico saltando su tapia, vociferando, apedreando las ventanas. No está allí para reivindicar el fin de los privilegios feudales, no son ladrones ni zombis ansiosos por darse un banquete de sesos. Están de fiesta. Se divierten. "Los vi prendiéndole fuego al coche de policía ahí mismo", explica aún temblorosa Mari Carmen, residente de la calle que queda a espaldas del recinto ferial. Al lado de su casa el asfalto es, horas después de la fiesta, una mantequilla caliente que se deforma con los pies. Dos grupos de chicos cortaron la calle por sus extremos e incendiaron el vehículo. Ni ambulancias ni policías pudieron llegar. "Me dolían los dedos de marcar el número de emergencias", cuenta. Hasta 200 avisos recibió el 112 esa noche. Mari Carmen explica cómo salió de la cama al oír el estruendo, que rebasaba al que suele ser habitual en fiestas. Se asomó al balcón. "Y luego sentí el olor a quemado". Entonces todo fueron gritos. Vio el coche de policía arder, y a sus vecinos correr en medio de la noche con la manguera del jardín. Consiguieron extinguir el incendio, pero pagaron un precio. Él se llevó un botellazo en la frente, ella una pedrada en el estómago. Fue entonces cuando los chicos saltaron la tapia de la casa para rematarlos. Consiguieron cerrar la puerta detrás de ellos justo a tiempo. Las lámparas reventadas del porche atestiguan el asalto. "Cuando se fueron, yo le estuve curando a él", explica la mujer. Su marido silencioso asiente. La casa de los agredidos está ahora cerrada a cal y canto. Mari Carmen ha seguido al pie del cañón todas las fiestas. "Pasamos un miedo terrible. Rompieron las lunas de otra furgoneta policial un poco más arriba, le quitaron el freno y la arrastraron hasta el coche en llamas para que también prendiera. Menos mal que reaccionaron mis vecinos con las mangueras". Menos mal. De lo contrario, todos los coches de la calle podrían haber ardido en una reacción en cadena.
- El imposible camino a casa La fuerza policial acorralada se rehízo a partir de las 3.30 con la llegada de 30 antidisturbios de Madrid. "Ahí empezó realmente la cacería", cuenta Marcos, de 18 años y de Pozuelo. Es parco en palabras. No necesita exageraciones: su testimonio lo apuntalan un brazo escayolado y un labio reventado. Sus dos mejores amigos tienen cinco y cuatro grapas en la cabeza respectivamente.
Bebían tranquilamente sentados en la pradera. Cuando vieron el curso que tomaba la fiesta, cogieron el camino que siguieron los chavales más pacíficos: empezaron a correr, pero... ¿hacia dónde? La orden policial era desalojar, pero no había ningún plan de evacuación. Las calles para acceder al centro del pueblo estaban cortadas, y no había autobuses ni posibilidades de volver a casa para los de fuera de Pozuelo. Sólo se abría ante los chicos la larguísima avenida que llega hasta la estación de tren, una trampa llena de barricadas, fuego, asaltantes, y la comisaría a mitad del camino.
"Al principio unos salvajes nos daban botellazos; pero ahora, del otro lado, los policías repartían a todo lo que se movía", explica Marcos. Tenían que moverse, pero ¿hacia dónde?
A su alrededor, muchos chicos llamaban a los portales automáticos de la zona pidiendo refugio. Se apretaban contra los portales esquivando bolas de goma y adoquines. "Yo sólo corría de un lado para otro buscando una salida hacia mi casa. Me fui en cuanto lo conseguí". Fue de los que acabó en el hospital Puerta de Hierro. Se cruzó con un agente que no le hizo demasiadas preguntas. Los testigos no recuerdan que los agentes fueran precisamente amables. Era difícil serlo. Con agentes tumbados en el suelo recibiendo patadas, los antidisturbios no sabían qué rostro adolescente podía encerrar un enemigo. Las porras castigaban a diestro y siniestro. Marcos sintió el crujido de su brazo después del golpe.
"¿De Pozuelo?", le recibieron las enfermeras del Puerta de Hierro. El ambiente en el hospital era tenso. Alcohol y sangre bajo los fluorescentes. El traumatólogo y el oftalmólogo de guardia se encontraban desbordados. La dirección niega que la afluencia fuera elevada comparada con otros fines de semana: "Últimamente nos llegan una barbaridad de peleas", aseguran. Policías y jóvenes heridos se cruzaban por los pasillos. Marcos no consiguió abandonar el centro hasta las dos de la tarde.
Para entonces Pozuelo era ya de nuevo una ciudad vacía. Los servicios de limpieza se apresuraban a recoger los últimos destrozos. El Ayuntamiento aún tenía la esperanza de que se pudiera continuar como si nada con las fiestas de aquel pueblo lleno de parques. El alcalde se preparaba para asistir a las procesiones de la tarde, las peñas limpiaban las trompetas para el rondón de bares. Aún nadie tenía exactamente noción del tamaño que había tenido la batalla.
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