Hambre para rato
El hambre en el mundo tiene una muy sencilla solución. Simplemente se requiere dar dinero a los agricultores de los países pobres para que puedan adquirir semillas, fertilizantes y maquinaria con las que producir más alimentos. Una vez solucionados los problemas urgentes (el hambre y la malnutrición), los ingresos derivados de los excedentes que sin duda se producirían servirían para que las familias pobres pudieran enviar a los niños a la escuela, ir al médico cuando fuera necesario y tener acceso a agua potable. Lograr que la población esté bien nutrida, sana y educada es tan sencillo como eso.
El problema es que no hay voluntad política: mientras los países ricos, henchidos de egoísmo, se resistan a dar el dinero necesario, las cosas seguirán así. Por eso, la presión popular, canalizada por medio de cantantes famosos y otros activistas, es importante. Gracias a este tipo de iniciativas, los países ricos se están comenzando a rascar el bolsillo: en la última cumbre del G-8 celebrada en L'Aquila se comprometieron a donar 20.000 millones de dólares para las pequeñas explotaciones agrícolas de los países más pobres.
Los agricultores africanos necesitan semillas y fertilizantes, pero también Gobiernos que funcionen
El plan consiste en centralizar todos los fondos en una única institución internacional y pedir a los Gobiernos que presenten planes describiendo cómo utilizarían la ayuda. A continuación, un grupo de expertos examinaría los planes y concedería las ayudas basándose en criterios científico-técnicos. Posteriormente se llevaría a cabo una auditoria para determinar el empleo e impacto de los fondos. Como resume uno de los defensores del plan, el economista Jeffrey Sachs: "este método es sencillo, eficiente, responsable y científicamente sólido" (Oportunidad para el pequeño agricultor, EL PAÍS, 23 de agosto de 2009).
Pero a decir de muchos, esta visión del desarrollo como un mero transvase de fondos desde donde los hay a donde no los hay ejemplifica perfectamente por qué décadas de ayuda han conseguido tan escasos resultados. Hasta fechas recientes, la crítica a estas políticas de ayuda provenía de algunos economistas polémicos como William Easterly (véase La Carga del Hombre Blanco), que sostenían que el desarrollo no podía imponerse de arriba abajo (es decir, desde fuera) sino que sólo se produciría si tenía lugar de abajo arriba (es decir, desde dentro). Que un economista varón, blanco, estadounidense y de Harvard se mostrara escéptico no dejaba de resultar previsible. Pero que una mujer zambiana, Dambisa Moyo, se sumara al coro de voces que piden revisar a fondo la concepción subyacente en las políticas del desarrollo ha resultado difícil de ignorar. Su libro Muerte a la ayuda, aunque algo extremo al afirmar que la ayuda no sólo es inútil sino que en realidad está contribuyendo a agravar los problemas de África, ha tenido la gran virtud de hacer inevitable un debate en un momento en que la comunidad de donantes sufre fatiga y la opinión pública se halla confundida, cuando no mareada, por el contraste entre, por un lado, las cifras que manejan las cumbres internacionales y el dramatismo de la retórica que destilan y, por otro, una realidad tozuda a la hora de producir resultados.
Easterly, Moyo y otros critican a las organizaciones de ayuda internacional como burocracias ineficientes y, en particular, muestran su extrañeza de que reputados economistas confíen en que los planes quinquenales y el tipo de planificación centralizada que jamás aplicarían en sus propias sociedades vayan a funcionar en otros países. Advierten, también, de que los Gobiernos de muchos de estos países, incompetentes técnicamente cuando no corruptos políticamente, son el problema, no la solución a la pobreza y el hambre. Pensar que los Gobiernos de estos países, donde el Estado es frágil cuando no inexistente, están capacitados para elaborar e implantar este tipo de planes es ilusorio, concluyen.
Se trata de observaciones que merece la pena discutir y que hacen recordar la sorpresa que se lleva el genial Ryszard Kapuscinski en su impactante libro sobre Etiopía (El Emperador) cuando las autoridades del país se extrañan de la obsesión internacional con el hambre en su país y se niegan a abrir los silos de grano estatales argumentando que "en este país siempre ha habido hambre".
Acabar con la pobreza no está tan al alcance de nuestra mano como quisiéramos. Si algo demuestra la persistencia del hambre en el mundo es que los grandes problemas no tienen soluciones sencillas y que la pobreza es algo más que la ausencia de dinero. Los agricultores africanos necesitan semillas y fertilizantes, sí, pero también una administración pública que funcione, un mercado nacional, carreteras, un sistema financiero, tribunales, conocimientos técnicos y un largo etcétera de cosas que no son fáciles de comprar, ni siquiera con dinero. jitorreblanca@ecfr.eu
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