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Columna
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Los encierros y Hemingway

Los encierros pusieron a Pamplona en el mapa. Fue gracias a Fiesta, la novela que en 1926 consagró a Ernest Hemingway como escritor de éxito. Hemingway adoraba dos de los ingredientes que aliñan esa peculiar forma de divertirse, el alcohol y el riesgo. Ochenta años después el referente de Pamplona se ha extendido por la geografía nacional con los mismos elementos de estímulo. En nuestro país se celebran cada año casi 15.000 festejos de esa naturaleza con un saldo de muertos y heridos inaceptable. Fuera apenas se explican qué nos pasa por la cabeza para introducir con tanta vehemencia este elemento trágico en nuestras fiestas.

En la inmensa mayoría de los 7.000 pueblos de España donde se corren encierros no había mayor tradición, no al menos con la raigambre y lejanía en el tiempo de Pamplona, Cuéllar o San Sebastián de los Reyes.

Cuántos alcaldes suspenderían de buen grado estos actos de no sentirse amenazados

El fenómeno se ha ido propagando y consolidando en los últimos años como un desafío a la cordura y a la responsabilidad, a pesar de que muchos ciudadanos contemplan esta expresión festiva como una burrada. Burrada por el omnipresente factor etílico entre los corredores, burrada por la masificación creciente en las carreras y burrada, en términos superlativos, por la participación de incontrolados que superan ampliamente a los toros en su condición de bestias. Desde luego que en todo esto hay niveles. Nada tienen que ver los sanfermines, donde el encierro dura tres o cuatro minutos y el control de la marcha es exhaustivo, o los de San Sebastián de los Reyes, donde hay 400 personas pendientes de la carrera, con esos otros pueblos donde los cafres tienen barra libre.

No consigo entender cómo la exhibición de brutalidad que se produce en municipios, donde son capaces de apalear y torturar a una pobre vaquilla hasta la extenuación, no avergüenza a sus autoridades y habitantes. El de los encierros es además un espectáculo caro que muchos pueblos no pueden permitirse. Resulta infumable que miles de municipios pequeños se dejen en tres o cuatro días de festejos taurinos la mayor parte del presupuesto de su Concejalía de Cultura. Cuántos alcaldes suspenderían de buen grado este tipo de actos de no sentirse amenazados por los más brutos del lugar. Cualquier intento de eliminarlos choca siempre con la oposición de ciertas peñas que les acojonan. Por la penuria de sus arcas este año los quitaron en Pinto. Allí el alcalde aguantó el tipo y la tomatada, algo que no logró el de Navacerrada, que reculó ante el cariz que tomaron las protestas de su alegre muchachada. Habrá encierros aunque los paguen a crédito o no puedan reponer las bombillas de sus farolas.

Nada de esto parece suscitar mayor polémica, un año más circunscrita a si pueden correr los menores de 18 años. Personalmente creo que no, que cuanto más acoten la insensatez menos nos tocará llorar. El actual reglamento lo permite a partir de los 16 años, una edad demasiado temprana para arriesgar la vida. Lo cierto es que, si la causa no lo merece, cualquier edad es demasiado temprana para jugarse el tipo. Ningún reglamento puede minimizar los riesgos hasta el punto de expulsar de la carrera a quien no tenga la cabeza bien amueblada, y si así fuera los toros correrían muy poco acompañados.

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La misma sangre que cada año cuestiona el sentido de estos festejos es la que los alimenta de excitación y morbo. Hemingway lo sabía y por eso le encantaban. Sin embargo, no está documentado que expusiera su vida en ningún encierro. Lo más que hizo fue pegarse a las talanqueras de la calle Estafeta sin correr delante de los morlacos. El escritor sólo se expuso a las vaquillas en alguna capea de amiguetes. Sí quiso en cambio acariciar decididamente el peligro conduciendo ambulancias en la Primera Gran Guerra o como corresponsal de guerra en nuestra contienda civil y en la Segunda Guerra Mundial. Hemingway amaba el riesgo y la aventura, pero el valor lo reservó para causas mayores.

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