Tertulias viejo estilo
En Madrid han desaparecido las tertulias al viejo estilo, sustituidas por esos retorcimientos semánticos llamados simposios, cursillos, seminarios y demás actividades que tienen un ingrediente nuevo y muy agradable para los practicantes: son pagados. Con el patrocinio de una autonomía, una compañía de seguros, una universidad, unos almacenes, una fábrica de galletas o cualquier pretexto exhumado por los organizadores, la casi totalidad del verano está sembrada de estos eventos culturales, que facilitan un barniz intelectual a las autoridades locales y sirven, en ocasiones, de coartada y justificación de presupuestos y gastos dudosos.
Se daba por extinguida la institución de la tertulia literaria, por falta de sostenibilidad, y empleo esta palabra estúpida para referirme al soporte, que eran los cafés, prácticamente extinguidos. En Madrid, salvo el Gijón y el Comercial de la glorieta de Bilbao, los que tuvieron solera han pasado a otra actividad mercantil. La vieja convocatoria para hablar y escuchar parece haberse refugiado en las provincias que cuentan con una universidad o centros docentes importantes, y las lecciones magistrales, desde los altos tablados desde donde se impartían, parecen haber descendido al ámbito de las cafeterías, compartiendo el ruido ambiente de voces femeninas e infantiles con el inextinguible estrépito de la máquina de café, que parece una locomotora varada detrás del mostrador.
Escritores, periodistas, pintores y bohemios de plantilla intervenían en estos núcleos humanos
Fui, durante muchos años, contertulio del Café Gijón. A veces, con el dinero justo para pagar el mejunje, lo gastábamos en tomar un taxi, no por presunción, como dicen que hacía Cela alquilándolo en la Cibeles para un trayecto cortísimo, sino por estar más tiempo escuchando o discutiendo con quienes iban a lo mismo: a que les oyeran.
Pues bien, las tertulias siguen celebrándose en las capitales de provincia y donde se asienta un centro docente de grande o mediana entidad. Y ello es comprensible. Los militares, en sus gloriosos días, por razón de los traslados y destinos que jalonaban sus vidas, sentían la necesidad humana de reunirse fuera de los cuartos de banderas, donde sólo coincidían los que estaban de guardia. Ése es el origen de la fundación de los casinos, con excepción de los mercantiles o los ateneos estrictamente intelectuales.
La tertulia fue la democratización de los individuos procedentes de las funciones más extravagantes: escritores, periodistas, pintores, bohemios de plantilla u ocasionales y un ingrediente que, en mayor o menor cantidad siempre intervenía en estos núcleos humanos: científicos, gentes con formación matemática, ingenieros, investigadores.
Tenía su razón: el joven que alcanzaba la condición de especialista, generalmente al servicio del Estado, disfrutaba de un estatus económico confortable y a poca curiosidad que sintiera por otras cosas, era llevado al conocimiento de exóticas materias: la poesía mística, la dedicación a la pintura, tanto desde el punto de vista plástico como al origen o las teorías filosóficas de los colores. He conocido a colegas en el periodismo cuya titulación era sorprendente. Un reputado dibujante, que ilustra con talento muchos periódicos diarios como Ramón, es ingeniero de caminos, creo. Otro grande y genial dibujante, Peridis, es arquitecto y lleva al alimón sus dos difíciles talentos; un excelente poeta -sumergido en el mostrenco olvido de todo un periodo histórico- como Federico Muelas era farmacéutico.
Desde el año pasado, por amable condescendencia de sus miembros, formo parte, durante el mes de agosto, de una tertulia que tiene lugar en el pueblo costero asturiano de Salinas, donde resido la mayor parte de mi tiempo. Se reúnen en una pequeña cafetería junto a la playa. Nos capitanea con autoridad indiscutible el catedrático de Historia de la Literatura Española don José María Martínez Cachero y le secundan, en amistad y saberes, los ingenieros don Carlos Conde Sánchez, don Marcelo Saldaña y don Hans Müller, gran parte de cuyas vidas profesionales transcurrieron en Ensidesa; el abogado, escritor y periodista, José Ramón Cueva, alguno de asistencia alternativa y yo, como último mono, admitido con generosidad. Curiosamente disfruto de la condición circunstancial de ser el de mayor edad y el de menor fuste académico. Lo pasamos estupendamente, y el pesar y la incógnita están en quiénes de los hoy asistentes comparecerán el año próximo.
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