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Columna
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Sorolla, Madonna, tapas

En Madrid la estrella de este verano está siendo sin ninguna duda Joaquín Sorolla, mucho más que Madonna, que pasó por aquí a dar un concierto y a ver el Museo del Prado y al final se hablaba más de la visita al museo que de la actuación. Para muchos ganó puntos con este gesto, fue como entreabrirnos su interior, fue como decirnos mucho de la auténtica Madonna sin decir nada. Fue como decir, estoy en plena forma mental, no soy sólo músculo, y no sólo me interesa brillar en el escenario, sino que hoy me voy a poner un sencillo trajecito blanco, unas deportivas y, eso sí, un sombrero, me voy a coger a mi novio y a mi hija y varios guardaespaldas parecidos a mi novio y vamos a salir como una familia normal a pillar cultura. Hizo bien en no hacer declaraciones en el trayecto desde la puerta del museo hasta la puerta del coche para no convertir en extraordinario lo que tendría que ser corriente en todos los que por un motivo u otro visitamos una ciudad que no conocemos.

Es un concepto que encierra muchas sensaciones. Decir tapas es decir una forma de vida

Todas tienen su encanto, aunque sea el encanto de lo nuevo y por eso el éxito de programas como Madrileños por el mundo, Castellano-manchegos por el mundo, Viajeros por el mundo o Españoles por el mundo, por muchos y parecidos que sean, no nos cansamos de verlos. Enganchan, porque ¿a quién no le gustaría cambiar de vida? Enamorarnos en uno de esos sitios que hemos visto en las postales, encontrar un trabajo entre fiordos o palmeras salvajes, comprar una casa que casi siempre será más grande y barata que aquí, dejarnos rastas o barba, acostumbrarnos a pasar mucho frío o mucho calor, acostumbrarnos a otras comidas y a otro idioma, hacer amigos con turbante, tener hijos que saludarán a sus lejanos abuelos con fuerte acento balinés, invitar a los amigos y enseñarles lo que nunca sabría un turista, sentir mucha añoranza de nuestra tierra y de la familia, de la calle donde jugamos de pequeños, del colegio donde nos enseñaron lo que vale un peine.

Pero los madrileños, ¡ay, los madrileños!, preguntados por la reportera que ha ido a grabarles al otro lado del mundo, lo que más recuerdan, lo que les produce verdadera nostalgia son... las tapas.

Y no falla. Echo de menos a mis padres y... las tapas. Echo de menos ver a los hijos que dejé en Móstoles y... las tapas. No es una frivolidad, es un concepto que encierra muchas sensaciones. Decir tapas es decir una forma de vida. Las tapas es salir por ahí con gente (preferiblemente amigos, aunque antes mal acompañado que solo), ir a un bar, pedir unas cañas y que por encima de las cabezas vuelen los platos con las tapas (entendiendo que una tapa puede ser un plato de paella). Comérselas en medio del griterío y de pie derecho, aturdirse. ¿Y qué va a ser ahora? Pues unas cañitas más y unos vinos. Más tapas con la nueva tanda, ¡quién dijo penas! Las carcajadas, el calor humano, otra ronda, y de vuelta a casa como nuevo. No tengo hambre, decimos nada más entrar y ver la mesa puesta. Las tapas son mejor que un polvo.

¿Iría Madonna de tapas? No es excluyente, puede uno patearse la Milla de Oro de los museos empezando por el Prado, siguiendo por el Thyssen y terminando por el Reina Sofía, para reponer fuerzas por los bares de Atocha y seguir por Huertas si nos queda fuelle, porque lo bueno de las tapas es que vas consumiendo y quemando sobre la marcha. De todos modos, en el tapeo, como en el teatro Nô, hay que entrar poco a poco, hay que hacerse con el ritual. No me lleves a Madonna después de ver los cuadros de Velázquez o de Sorolla en plan tapeo a lo grande porque se sentiría en medio del caos, no entendería una ceremonia a la que hemos dedicado años de nuestra vida.

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¿Y qué tiene esto que ver con Sorolla? Pues mucho, porque Sorolla es la sensualidad en estado mediterráneo puro. La arena, las olas espumosas, el calor, la luz cegadora y cuerpos desnudos que no se exhiben sino que están disfrutando del agua y el sol. Son cuerpos pintados no tanto para el placer de los demás como para el propio, como el cuadro de esos niños con muletas del asilo de San Juan de Dios para quienes el mar es una invitación a la vida. Aún se puede ver en la colección colgada en el Prado, y después siempre nos quedará el Museo Sorolla, en General Martínez Campos, 37, uno de los refugios más agradables de Madrid, donde pasear por los mismos jardines por los que el pintor paseó.

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