UNA PRIMERA EDICIÓN
Siempre quise volver a tener la primera edición de Poeta en Nueva York. Por superstición, por fetichismo, por nostalgia. Explico la superstición: creo que se leen mejor las primeras ediciones que las sucesivas. Explico el fetichismo: una vez que estuve enamorado regalé, en un acto de locura inexplicable, una primera edición de Poeta en Nueva York. Explico la nostalgia: amo las ediciones de Séneca, esa gran editorial que fundara Bergamín en su exilio mexicano.
Tengo, con tres amigos, una librería de viejo en Medellín. Se llama Palinuro y es un cuchitril que está en el centro. Los socios somos el cómico Valencia, que hace reír una piedra, el bohemio Obregón, un clon de Valle Inclán que bebe de noche y duerme de día, alias El Maraquero, que es el administrador, un calvo redimido del alcohol por los libros, pero tan miope que no ve nada a un metro de distancia, y yo, que escribo cuentos sin parar, para mantener a mis hijos.
Como el Maraquero es miope, en Palinuro se viven robando libros. La mayoría de los robos no tienen importancia. Borrachitos o drogadictos entran en la librería, se meten cualquier cosa en el bolsillo y pasan a venderla a otra librería que está cerca. En general estos robos se compensan solos. Los ladrones le roban también al colega y lo que por agua se va, por agua viene, porque casi siempre regresan a vendernos, a precio de huevo, lo que le roban a nuestro vecino. Justicia poética.
Pues bien, hace poco más de un año, estuve a punto de comprar otra vez la primera edición de Poeta en Nueva York, hermosa, intacta, con el prólogo de Bergamín, los dibujos de Federico. Estaba entre los libros de la biblioteca de un muchacho que había muerto de sida y cuyos familiares no querían tocar ni sus libros por miedo al contagio. Cuando compramos esta biblioteca los socios nos juntamos para ponerles precio a los libros más raros y aunque yo hubiera querido valorar Poeta en Nueva York en pocos dólares, el bohemio Obregón consideró que esa edición costaba por lo menos cinco mil. Hasta ahí llegaron mis ímpetus de comprador, y el gran ejemplar, perfecto, fue a dar a la vitrina de curiosos de Palinuro, no sin que antes la perfecta caligrafía del bohemio Obregón, pusiera con lápiz, en la última hoja, esta inscripción: "Primera edición. Rara. US $ 6000". ¿Por qué seis mil? Le preguntamos. Por si piden rebaja, contestó.
El Maraquero es miope. Dos meses después, se habían robado el libro. Los socios hicimos una reunión de emergencia. Visitamos al vecino. No estaba allí. Hicimos una inspección a los demás anticuarios de la ciudad. En vano. Preguntamos entre los más reputados ladrones de libros de Medellín. Nada.
Cada año, por el aniversario de Palinuro, yo hago un almuerzo para los socios de la librería, sus hijos y esposas o concubinas. Es un almuerzo de esos largos en los que la comida se sirve a la hora de la cena, y la única vez al año en el que el Maraquero se permite tomar un par de vinos tintos. La fiesta se acaba cuando el bohemio Obregón se duerme en el sofá, con un cigarrillo prendido en la boca, lo cual suele ocurrir hacia las cuatro de la madrugada. Esta vez, por desgracia, la reunión se acabó hacia las nueve de la noche, y fue disuelta antes de que pudiéramos servir siquiera la comida.
Ocurrió que a eso de las seis y media de la tarde el cómico Valencia se acercó al sitio donde yo guardo mis tesoros bibliográficos. Una primera edición de Machado, firmada. Sus Obras Completas (editadas también por Séneca). Varias primeras de Borges y de León de Greiff. El cómico Valencia volvió de su pesquisa con un libro en la mano: la primera de Poeta en Nueva York, 1940. Se la entregó en silencio al bohemio Obregón. Obregón la abrió por la última página. Se la pasó al Maraquero. El Maraquero acercó sus ojos de miope a cinco centímetros de la página y dijo lo que estaba escrito a lápiz, con la letra de Obregón: "Primera edición. Rara. US $ 6000".
Se hizo un silencio largo. Nadie me pasó el libro a mí, pero todos me miraban. Miraban al ladrón. Yo no sabía qué pensar ni qué decir. "Estás pálido", dijo una esposa. "Estás rojo", dijo una hija. "Estoy sudando", pensé yo. No podía explicarlo. Yo no había cogido el libro, lo juro. Yo no lo había traído a mi casa. O yo no recordaba, por lo menos, haber robado el libro. Sentía culpa, y no sabía de qué. Pero ahí estaba, a la vista de todos, el cuerpo del delito. Y todos sabían también de mi superstición por ese libro; de mi fetiche; de mi nostalgia.
Me senté en un taburete. El bohemio Obregón fue el primero en hablar. "Esto es intolerable", dijo. "Yo no me lo robé", dije. "¿Y entonces por qué está aquí?", preguntó el Maraquero. "No sé", dije. El cómico Valencia también terció: "Si tanto lo querías, te lo hubiéramos regalado". Todos los invitados callaban y miraban. "El libro debe volver a la librería", dije.
La reunión se puso incómoda. La alegría de siempre se convirtió en cuchicheos inaudibles. Los invitados se fueron yendo antes de que sirviéramos la comida. Antes de las nueve yo estaba solo en la sala de la casa, con el libro en la mano, atónito. Nunca supe qué pasó. Alguien tenía que haberlo puesto allí. No sé si ustedes me crean que yo no lo robé. Ahora el libro está en la Librería Palinuro de Medellín, Carrera Córdoba, esquina con Perú, por si lo quieren comprar. Primera edición, intonsa. Seis mil dólares. Si piden rebaja, lo dejamos en cinco mil.
Héctor Abad es autor de El olvido que seremos (Seix Barral).
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