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Columna
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Lindísima amapola

Está muy interesante la calle de Serrano en estos días, sobre todo en el tramo que va desde Jorge Juan a la Puerta de Alcalá. Y no me refiero tanto al muro del siglo XVII con el que se toparon los obreros, esas cuadrillas que están por toda España levantando los suelos, nos tememos que, más que por necesidad urbanística, para rebajar las cifras del paro a costa del erario público. Me estoy refiriendo a unos ramilletes de amapolas con largo tallo de plomo que allí han crecido (yo los vi el domingo por la tarde) y alguna función constructiva o sanitaria habrán de tener. De momento la tienen sólo ornamental, y constituyen una instalación francamente superior a muchas que han alcanzado rango museístico, por ejemplo en el nuevo cuelgue de la colección del Reina Sofía.

Las obras de mejora son igual de feas gobierne aquí la izquierda o la derecha

Lo malo es que esas, sin duda efímeras, floraciones aparecidas en las zanjas de Serrano son hoy por hoy lo más bello de nuestra ciudad, una ciudad bella en sí misma pero, según mi criterio, diseñada contemporáneamente hacia el desastre. Dicho de modo rotundo: la más desdichada de todo el mapa municipal español, pues su desgracia implica que en ella las obras de mejora, transformación o embellecimiento son igual de feas gobierne aquí la izquierda o la derecha. ¿O hemos olvidado las aberrantes farolas de la Puerta del Sol instaladas por el alcalde socialista Barranco?

El último ejemplo de mala suerte estética está también precisamente en esa Puerta del Sol de nuestros pesares. Casi un año después de sufrirla, de esquivarla, de no querer mirarla y de desconocerla, por culpa de un obrón que no cesa, fue por fin desvelado al ojo del ciudadano el acceso al intercambiador de la nueva macro-estación. No entro en la polémica de los reflejos del sol en los cristales, pues, no siendo comerciante de la zona, no tengo opinión, ni desvelo. Hablo sólo del efecto de esas dos orugas, la grande y la pequeña, en la plaza, que no es ni feo ni bonito, ni atrevido ni conservador, ni antiguo ni moderno. Inanes es lo que son. E imitadas. Sin la gracia delicadamente agresiva de la pirámide de Pei en el Louvre o de su modelo más escandalosamente evidente, la entrada a las estaciones del metro de Bilbao, una de las realizaciones más sublimes (y elijo la palabra a conciencia) de Norman Foster.

Y sin embargo, el arquitecto que firma las orugas de la Puerta del Sol, la grande y la pequeña, es un buen arquitecto, Antonio Fernández Alba (Salamanca, 1927), al que sus enemigos, con impiedad, le sacaron en su juventud el sobrenombre de Fernández Aalba, por su quizá excesiva filiación respecto al finlandés Alvar Aalto. Yo no soy ni amigo ni enemigo del salmantino, que me parece, por cosas suyas que he leído, un hombre culto y bien escrito, co-fundador en su día del grupo plástico El Paso, profesor de arquitectura, me dicen ex alumnos suyos que altamente competente, y académico, no sólo de Bellas Artes sino de la Lengua. Tampoco ninguno de los edificios que de él conozco me horrorizan o me entusiasman, empezando por el que menos me gusta, el Tanatorio de la M-30, aunque en ese rechazo mío admito que pueda mezclarse el sentimiento causado por la cantidad de veces que he tenido que verlo, de cerca, con el cadáver dentro de algún amigo o persona querida. En la renovación y acomodación del antiguo hospital de Atocha para convertirlo en el Centro de Arte Reina Sofía, el hombre hizo lo que pudo, sin poder darle a la grandiosa fábrica de acogida al enfermo un aire salutífero. Cada vez que entro en ese museo me duele algo.

Ahora la gente está en contra de sus orugas, a las que, con el sin par gracejo madrileño, les han sacado motes diversos: el bicho, el tragabolas, tortuga madre e hijo, las dos chepas. Desconfío de ese tipo de bromas, que a menudo esconden el odio a las nuevas formas, en arquitectura ejemplificado de manera tristemente famosa por el príncipe Carlos de Inglaterra. Aun así, siguen sin gustarme.

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De ahí mi desmayo al leer unas declaraciones de Fernández Alba en defensa de su nueva obra. Tomándose por moderno (y lo es, o lo ha sido), el arquitecto decía que en Madrid predomina una visión atávica, y que lo que la gente querría para la Puerta del Sol es que cruzaran por ella carros: "Madrid desprende un sabor popular, pero Barcelona posee una tradición urbana que aquí no existe, y que están incorporando otras ciudades como Valencia o Bilbao". Esto podría ser una verdad como un templo (medio lleno), si Alba no lo estropeara con un argumento altamente sospechoso y fuera de lugar; según él, los que protestan deberían darle las gracias por la "escultura" (sic) que ha colocado en Sol, escultura, añade, que "ilumina un espacio que estaba muerto". Muerta la Puerta del Sol nunca lo ha estado, ni en guerra ni en paz, ni despeñada por los barrancos ni levantada por los gallardones. Ahí sigue, lo que queda de ella, con dos feotes granos de vidrio en su superficie.

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