Caminos sin destino
En la segunda mitad del XIX abundan las crónicas que narran la inauguración de tal o cual tramo de la red ferroviaria española firmadas, entre otros, por Alarcón y Bécquer. Eran, por lo general, loas y apologías escritas desde la esperanza de que el nuevo medio de transporte -de mercancías, gentes e ideas- contribuyera al desarrollo y enriquecimiento del país, redimiéndolo de su secular atraso. En Los túneles del paraíso, Luciano G. Egido relata la construcción del doble ramal que lleva de Salamanca a la frontera portuguesa, entre 1882 y 1884. Y lo hace alternando una pluralidad de perspectivas y de voces narrativas que en su conjunto constituyen un feroz asedio a lo que dicha epopeya tuvo también de tragedia, drama y realidad humanas.
Los túneles del paraíso
Luciano G. Egido
Tusquets. Barcelona, 2009
390 páginas. 20 euros
Junto al dato y al encuadre histórico (incluido el fausto inaugural), Egido traza poderosos cuadros de los trabajos y los días de aquellos cientos de carrilanos que llegan allí "como salidos de las páginas de una turbia historia" y sobreviven o perecen en un verdadero infierno dantesco; perfila la tipología de aquellos hombres procedentes de todos los rincones de España -barrenadores, albañiles, peones, burros de carga-; describe las pésimas condiciones en que viven y trajinan; cuenta las rencillas entre los más viejos y los recién llegados y entre los obreros y los lugareños que los hospedan y exprimen o con los capataces que los humillan y ofenden. De esa tropa amorfa, el autor destaca unos cuantos que representan el variado paisaje social de aquellos años y que protagonizan episodios o sucesos -brutales y bárbaros, la mayoría- que animan y tensan este espléndido mural y que propician la llegada de nuevos personajes. Así, el asesinato del capataz Higinio exige la presencia de un juez de Primera Instancia cuyo ideario krausista choca de frente con los intereses de los dueños de la compañía, partidarios de una lección expeditiva y ejemplar que dejan en manos de la Benemérita. El brote de una epidemia de cólera y la virulencia con que se expande exige reforzar al médico local trayendo a un catedrático de Salamanca que imponga su autoridad en defensa de la salud pública y en contra de los intereses privados. Un joven ingeniero idealista que le escribe con regularidad a su amada Amalia, al hacer balance de la obra -veinte túneles entre masas graníticas y nueve puentes de complicadas estructuras, en los diecinueve kilómetros del tramo-, siente orgullo por el triunfo de la voluntad -"sé ahora que los hombres somos capaces de todo, contra el destino y la adversidad"-, pero también pesar y desazón -porque todo se podría haber hecho mejor, evitando tanta muerte-, dudas sobre los beneficios futuros, y una única certeza: "Hemos contribuido a aumentar el odio y la crueldad de este mundo en cantidades ingentes".
Los túneles del paraíso se abre con una espeluznante ronda de voces que sube desde el infierno y se cierra con la orden ministerial de 1984 que acuerda suprimir el tráfico de viajeros y mercancías. Le siguen unas páginas elegiacas, no menos soberbias que cuantas las preceden: "Las vías se fueron acostumbrando al silencio y siguieron mostrando su inútil disponibilidad, los túneles ofrecieron sus bocas negras como una acusación implícita y se poblaron de murciélagos asustadizos. Los muertos pudieron pasearse, para estirar las piernas, por aquel camino sin destino, por aquellas vías sin utilidad, atados al paisaje donde fueron felices alguna vez y desgraciados casi siempre".
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