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Columna
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Sin comparación

Las comparaciones tienen fama de odiosas. A menudo esto se debe a que calientan el ambiente, porque hay cuestiones que son como de pedernal: sueltas no producen efecto o sentido, pero basta con ponerlas juntas para que saquen chispas. Pero, en ocasiones, lo odioso de la comparación está precisamente en lo contrario, no en que aumentan la tensión del debate, la comprensión o la alerta, sino en que pueden rebajarlas o incluso desactivarlas (como las del tipo "tú más" o "tú peor", que parecen querer decir algo cuando en realidad lo que buscan es no explicar nada). Creo que entre esas comparaciones enfriadoras hay que situar las que se aplican cada vez más al tráfico. Se ha vuelto corriente comparar los muertos más recientes de la carretera con los del año pasado, por las mismas fechas, o con los de periodos anteriores. Se nos informa con puntualidad (es casi la información pública que los ciudadanos recibimos más en tiempo real) del último cómputo de fallecidos y de que éstos van, estadística y afortunadamente, a menos.

Tengo mis dudas acerca del sentido de esta metodología comparativa; no acabo de convencerme de su utilidad. O, mejor dicho, su utilidad política me parece evidente: se trata de expresar ante la opinión pública que las medidas que se están adoptando -mayor rigor en las leyes y en las sanciones, carné por puntos, más y más sofisticados controles de velocidad, campañas institucionales que buscan despertar en los conductores no sólo la inhibición de ciertos comportamientos, sino la concienciación-, expresar que todas esas medidas están dando sus frutos. Lo que, en cualquier caso, resulta evidente. Se le van ganando vidas al asfalto es una proporción (en torno el 15%) si no espectacular al menos valiosa y sostenida.

Pero mis dudas se mantienen más allá de esa expresividad o justificación públicas. Me pregunto si ese comparar muertos con el pasado no será -además de un punto macabro- contraproducente, en el sentido de que permite leer en positivo o en tranquilizador lo que, por el contrario, habría que seguir mirando con horror, considerando con una alarma y una alerta máximas. Y es que la cruda realidad es que son multitud las personas que aún pierden la vida en el asfalto (en torno a 1.200 en lo que va de año). Y si no habría, por ello, que dejarse de comparaciones confortadoras e insistir sólo en lo peor, en todo lo que aún falta por conseguir, en todas las vidas que aún van a perderse, con lo que eso conlleva de tragedia personal y social.

Ese planteamiento en negativo actuaría, en lo privado, como un recordatorio de responsabilidad y prudencia (igual que el pitido que se activa en el coche si te olvidas de ponerte el cinturón), y en lo público impediría que las medidas institucionales se durmieran en los laureles o bajaran la guardia o perdieran tonicidad y actualidad; imprimiría a todas esas medidas y a sus impulsores una exigencia de auto-cuestionamiento y de autoevaluación permanentes.

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