_
_
_
_

La comedia en cine, un plato sin condimentos

Gregorio Belinchón

Una ración de tópicos que se cumplen: las comedias no ganan Oscar; los cómicos no se llevan la estatuilla al mejor actor según la academia estadounidense de cine con una interpretación en este género. En los últimos 25 años -por poner una cifra- sólo una comedia, Paseando a Miss Daisy, y dos filmes con bastantes notas de humor, cercanos al género -Forrest Gump y Shakespeare enamorado-, han logrado el máximo galardón de Hollywood. Y de los cien Oscar para los intérpretes repartidos en este cuarto de siglo, unos escasos diecisiete procedían de actuaciones en comedias..., incluidos algunos, como Jack Nicholson en Mejor... imposible, que cumplían la regla sagrada de la meca del cine: si quieres el Oscar, encarna a un lisiado / enfermo / feo / personaje conflictivo.

La comedia nunca ha sido el género más ensalzado por críticos, festivales o premios. En cambio, en el ratio beneficios / coste, sí funciona en taquilla, no hay quien la iguale. Para una buena comedia no hace falta grandes y lejanas localizaciones, ni caros efectos especiales, ni arrebatadoras puestas en escenas. Con un guión férreo ya hay suficiente base. Y ahí está el problema. Hollywood, experto en plantar tales bosques que abrumen como para que el espectador no vea el árbol, no anda sobrado de ideas. Cary Grant no paró de trabajar en este género durante décadas. Su álter ego del siglo XXI, George Clooney, nunca podría mantener este ritmo si se dedicara exclusivamente al noble arte de hacer reír. En cuanto un cómico quiere reconocimiento y premios, es decir, una reputación que le califique como artista interpretativo, abandona el género tras papeles "con chicha" -como si no la tuvieran sus anteriores labores-.

Más aún. Múltiples momentos de la historia han quedado definidos por comedias. La España posfranquista se explica con tres películas: Bienvenido, Mr. Marshall, El verdugo y Plácido. El desarrollismo posterior, con el landismo. Cada año, miles de turistas visitan Nueva York en pos de la ciudad retratada por las comedias de Woody Allen o las series Friends, Sexo en Nueva York o Seinfeld. Para muchos europeos, Francia se compone de retazos del celuloide creado por Louis de Funès y Jacques Tati. ¿Italia después de la II Guerra Mundial? Don Camilo y el alcalde Peppone. ¿El carácter inglés? Benny Hill, Los Roper y Sí, ministro en televisión, y Richard Curtis en la gran pantalla. ¿El Madrid posfranquista y ochentero? Fernando Colomo y Fernando Trueba. ¿El País Vasco actual? Vaya semanita y Pagafantas. Nadie ha retratado mejor a Hitler y al nazismo como El gran dictador. Ni el mundo frío de las oficinas con docenas de trabajadores sin rostro que El apartamento o The office. Para explicar la España de este inicio de siglo habrá que recurrir a una serie como Siete vidas y a su spin-off Aída. Y para comprender a los adolescentes del Estados Unidos actual, Supersalidos (el título en español de Superbad ahuyenta a mucho público de una de las mejores películas de los últimos años).

Detrás de Supersalidos está Judd Apatow, responsable de que la actual comedia estadounidense en el cine no se despeñara por el camino de la brocha gorda transitado por American pie. Si en la televisión la comedia inteligente ha emprendido su propio camino, con un profuso listado de creadores que han encontrado allí su refugio contra la mediocridad, en el cine, entre la avalancha de comedias desmadradas, Apatow ha dado un poco de calidad en un panorama desalentador. No tanto como director, con Virgen a los 40, Lío embarazoso o Hazme reír (que estrena el 4 de septiembre en España), como con su labor de productor y alma máter de filmes como Zohan: licencia para peinar (la mejor explicación que se ha dado del conflicto de Oriente Próximo), Superfumados, Pasados de vueltas, Paso de ti, No tan duro de pelar, El reportero: la leyenda de Ron Burgundy o de la serie Instituto McKinley. Puede que no sea el cineasta más elegante, pero comparado con las barbaridades que pululan con Hollywood, Apatow parece el rey de la sutileza. Juega con la alegría melancólica -incluso coquetea con la épica como elemento de desengrase-, hace cómplice al espectador y en sus instantes más inspirados sabe que el subrayado sobra. Si hubiera que hacer paralelismos nacionales, Fuga de cerebros es a American pie lo que Apatow a Borja Cobeaga y su Pagafantas (aunque el donostiarra se siente más deudor con Ricky Gervais y Stephen Merchant y sus The office y Extras).

Peor está la comedia romántica. El fallecido John Updike ponía en boca de uno de sus personajes en su última novela, Terrorista, una reflexión que resume cómo está el panorama: "A Beth le parece que las actrices jóvenes tienen una nueva manera de hablar, y también un aspecto más natural, o menos postizo y plastificado que el de los jóvenes que salen, cuya apariencia es la de simples actores; a diferencia de las actrices, que no recuerdan tanto a una Barbie, éstos son más como Ken, el compañero de la muñeca. Cuando hay tres personajes en pantalla, por lo general son dos mujeres rebajándose por un pimpollo que queda al margen, con gesto sufrido y mandíbula pétrea". Hace dos meses, el crítico Richard Corliss, de la revista Time, hablaba con cariño de Sandra Bullock y su talento para la comedia romántica antes de explicar por qué tenía que haber rechazado el guión de La proposición. Intérpretes como ella o Julia Roberts no encuentran partenaires a su altura, y viendo los estrenos que llegan en otoño (estilo Qué les pasa a los hombres, el 4 de septiembre, o La cruda realidad, una semana después), la sensación de decrepitud no desaparece. Los hermanos Coen y George Clooney no pueden estar apagando todos los fuegos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Gregorio Belinchón
Es redactor de la sección de Cultura, especializado en cine. En el diario trabajó antes en Babelia, El Espectador y Tentaciones. Empezó en radios locales de Madrid, y ha colaborado en diversas publicaciones cinematográficas como Cinemanía o Academia. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster en Relaciones Internacionales.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_