"Ahora compro sin mirar la etiqueta"
Sólo un detalle diferencia la sala de estar de Ana Gámiz y José Granados de cualquier sala de estar de cualquier matrimonio español de clase más bien humilde. "Llevamos una vida normal", repite una y otra vez Ana, y es cierto que sólo ese elemento, que pasa casi inadvertido, desentona en el pequeño piso de una pareja que tiene, para no variar, dos hijas, de 21 y 11 años. Y que vive, para seguir sin variar, en uno de los muchos barrios que se levantaron para albergar a aquellos que acudieron a las ciudades durante el boom económico de los años sesenta. En efecto, la normalidad reina en las calles de Can Rull -así se llama esta zona de Sabadell (Barcelona)-. Matizada, eso sí, por algún coche o alguna moto de demasiado lujo para "un barrio obrero", como lo define sin dudarlo José. Y porque uno de los muchos bares que, aquí como en cualquier ciudad española, pueblan las calles, lleva todo el año cerrado. Es el Sócrates, y sus dueños son esta pareja que, en pleno verano, mantiene en su sala de estar ese detalle extraño, una gran bola de adorno navideño con un número: el 32.365.
La pareja llevó a un barrio obrero 153 millones del primer premio
Ana y José explican que vendieron en su bar 51 series de ese número antes del último sorteo del gordo. Y tocó: 153 millones de euros llovieron sobre un barrio en el que, en plena crisis, florecen las reformas de pisos y donde ascensores nuevos y de última generación sorprenden al visitante en muchos rellanos. "Era lunes al mediodía, estaba abriendo la puerta del bar cuando mi hija me llamó y me dijo que nos había tocado", rememora José. "La gente salió a los balcones a felicitarme". "Pensé en nosotros, pero también en lo que habíamos repartido", añade Ana.
"Cada año lo veía por la tele, y me preguntaba si sería verdad eso de que toca", cuenta divertido José, que vende lotería desde que él y su mujer abrieron su primer restaurante, en El Vendrell (Barcelona), hace 20 años. Sus números siempre acaban en cinco, pero cuentan que es más por costumbre que para atraer a la suerte, así que no tienen consejos para los supersticiosos: "Nosotros, trabajar, trabajar y trabajar", resume Ana su secreto.
Hasta que un día llegó el golpe de suerte. ¿Cuánto se llevaron ellos? "Eso no lo hemos dicho a nadie", zanja José. Pero lo suficiente para llevar todo el año de vacaciones. Libres de la "esclavitud" que, dicen, suponía el bar. "Estábamos todo el día allí metidos. Lo abría a las seis de la mañana y me acostaba a las doce como muy pronto. De martes a domingo", cuenta José. La última vez que trabajaron, y duro, fue precisamente durante su día festivo: el sorteo cayó en lunes. Y la última vez que abrieron el bar, a principios de enero, para festejar su suerte con amigos, ya les sirvieron. "Contratamos un servicio de catering para no estar agobiados", dice Ana.
"Ahora disfrutamos de las niñas, que no lo habíamos hecho hasta ahora", dice José, de tez morena, con pantalones cortos y aspecto relajado, muy relajado. Como su mujer. Ambos explican cómo se dedican desde hace medio año a descubrir aquellos detalles cotidianos para los que antes les faltaba el tiempo. "Voy de compras y no miro las etiquetas". Es Ana quien pone este ejemplo.
Aseguran que sólo un capricho ha roto este largo dolce far niente: Ana y José, que antes sólo habían salido una vez de España, aprovecharon la pasada Semana Santa para ir a París. Con 32 personas más de su familia, todos ellos agraciados por el gordo. "Entre mis hermanos, mis cuñados y mis sobrinos, somos 54", dice José, y Ana, que tiene cinco hermanos, ya ha perdido la cuenta de la parentela. La mayoría llevaba números.
Y si para los viajeros de París el gordo fue una alegría, para otros fue un respiro. En la barra de uno de los bares que siguen abiertos en Can Rull, un vecino cuenta que se quedó en paro una semana antes de que le tocase la lotería. Ana recuerda cómo, en diciembre, los clientes del suyo también empezaban a estrecharse el cinturón y a ahorrar en cervezas. Explica que la empresa de construcción de un primo suyo, padre reciente de mellizos, pasa una época difícil. "Él también llevaba números, y ahora, al menos, puede comer", dice.
Ana y José no lo tienen tan mal, así que no saben cuándo el Sócrates volverá a abrir sus puertas. Mientras lo deciden, tienen una cosigna que resume la mujer: "Vivir como siempre, pero ahora sin estrés".
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