Verano Gatsby
En un asiento del metro enfrente del mío alguien iba embebido en El gran Gatsby, un hombre muy joven que probablemente leía la novela por primera vez, con la urgencia de descubrir qué sucedería, el frágil volumen de bolsillo doblado entre las manos, el cuerpo echado hacia delante, los codos sobre las rodillas separadas. Quizás estaba enterándose del motivo verdadero de las fiestas extravagantes de Gatsby, o comprendiendo por qué cuando se queda solo a última hora de la noche mira una luz verde al otro lado de la bahía; quizás no sabía aún cuál es el origen de su fortuna ni qué porvenir le espera a su amor recobrado; o estaba llegando al encadenamiento de desgracias de los capítulos finales y por eso no levantaba la cabeza para comprobar en qué estación se había detenido el tren.
Como a Gatsby, a Scott Fitzgerald las cosas le sucedieron muy deprisa y cuando era muy joven
Una parte de su tragedia fue el haberse creído de corazón toda la impúdica mitología americana sobre el éxito
La literatura es contagiosa. En cuanto llegué a casa esa mañana me puse yo también a leer El gran Gatsby, interrumpiendo sin remordimiento el libro que tenía entre manos. Algunas novelas las tiene uno tan presentes que no sabe calcular el tiempo que lleva sin volver a ellas. Yo no sé cuántas veces he leído El gran Gatsby ni cuántos años han pasado desde mi última lectura, pero dos cosas me sorprenden sobre todo: es una novela más corta de lo que yo recordaba; y se nota que la escribió un hombre muy joven. En la memoria, en la imaginación, la novela se ha alargado, porque está llena de peripecias y de sentimientos, y porque los personajes, Gatsby sobre todo, poseen una capacidad de sugestión que va mucho más allá de las páginas escritas. Lo que yo recordaba como una suntuosa sucesión de episodios casi tan ricos en detalles de pasión humana y comedia social como un tomo de Proust son nada más que nueve capítulos, ninguno de ellos muy largo, narrados en un estilo entre poético y sumario, como entre Keats y Dashiell Hammett, con paréntesis reflexivos en los que una pretensión demasiado grave de conocimiento de las verdades de la vida revelan la juventud del autor: "Tengo treinta años. Demasiados para mentirme a mí mismo y llamarle a eso honor".
Scott Fitzgerald cumplió veintiocho escribiendo El gran Gatsby. Sólo ahora me doy cuenta de lo joven que era, ahora que hace mucho tiempo que yo mismo dejé atrás esa edad, y por lo tanto estoy en mejores condiciones para asombrarme ante la precocidad de su maestría y al mismo tiempo advertir como síntomas de juventud, casi de adolescencia retardada, muchos de los rasgos que en mis primeras lecturas me parecieron lecciones envidiables de experiencia del mundo. Miro en las biografías las fotos de Scott Fitzgerald y Zelda con su hija Scottie en la época en la que se escribía la novela y lo que veo sobre todo es una juventud deslumbrante, pero también desorientada y atónita, arrastrada por una marea que debió de ser ingobernable, y que casi inevitablemente conduciría al desastre. En la imaginación, en las fotografías, las personas de otra época siempre parecen mayores de lo que eran en realidad, pero basta fijarse un poco para ver en las caras de Scott y de Zelda, sobre todo en la de él, algo todavía no formado, una inmadurez ansiosa detrás de la cual vendrá no la plenitud sino el deterioro, una ilusión excesiva que será abatida por la contrariedad y el desengaño. Como a Gatsby, a Scott Fitzgerald las cosas le sucedieron muy deprisa y cuando era muy joven, de modo que muchas veces al vértigo del descubrimiento y la ganancia se le superponía el de la pérdida, y en el espacio de meses se comprimían experiencias que hubieran requerido muchos años para ser asimiladas. Con veintiún años era un universitario fracasado y un aspirante a héroe de guerra que se quedó sin ella justo cuando estaba a punto de que lo enviaran al frente. Con veinticuatro se había convertido de la noche a la mañana en un novelista de moda que ganaba fortunas escribiendo cuentos para los semanarios de difusión masiva y que se había casado con la misma belleza sureña que lo rechazó cuando era un recluta pobre. Con veintiocho vivía en la Costa Azul en la estela de los ricos modernos y ociosos que le habían producido siempre una mezcla de fascinación acomplejada y provinciana y resentimiento de clase. También era un alcohólico, y disfrutando tanto del éxito sentía a la vez el temblor del fracaso. Quería ganar muchísimo dinero y llevar la vida de una celebridad internacional y también quería escribir como Joseph Conrad, cuya gran sombra tutelar se proyecta sobre El gran Gatsby. Mientras imaginaba el amor clandestino entre Gatsby y Daisy y el adulterio paralelo del marido de ella con la mujer del dueño de un garaje ruinoso se enteró de que Zelda lo estaba engañando. Su amante era un militar francés que acumulaba el doble heroísmo de ser aviador y de haber participado en la guerra. Una parte de la tragedia de Scott Fitzgerald fue el haberse creído de corazón toda la impúdica mitología americana sobre el éxito. Jay Gatsby, mirando en la oscuridad de su jardín, delante del mar, el cielo del verano, es un héroe del romanticismo, pero sus sueños son los de un hombre de negocios que no tiene escrúpulos en saltarse la ley y se miden rigurosamente en dinero. La escena tan delicada de su encuentro con Daisy al cabo de cinco años tiene resonancias del hechizo mutuo de los amantes medievales, pero también es la exhibición de opulencia de un nuevo rico cuyos gustos decorativos no desentonarían en el Hola. Y cuando Daisy parece emocionarse más no es al abrazarlo a él sino al hundir las manos entre la montaña carísima de sus camisas de seda. Daisy, que no se comprometió con él cuando todavía se llamaba James Gatz y no Jay Gatsby y era un teniente gallardo y sin un céntimo: tan empapada de privilegio que su voz estaba llena de dinero.
Nada enamoraba más a Scott Fitzgerald que el timbre de esas voces; nada le despertaba tanto recelo, lo volvía más incómodo, más consciente de su propia impostura, de la fragilidad de su posición en el mundo. Joseph Conrad abarcaba generosamente en sus novelas las latitudes por las que había navegado y la variedad riquísima de los caracteres humanos que había conocido. Scott Fitzgerald crea sus personajes mirándose a sí mismo en espejos sucesivos, de una manera tal vez característica en un novelista joven con más talento literario que experiencia profunda: él es Jay Gatsby, el advenedizo del Medio Oeste que se inventa a sí mismo, y también es ese narrador, Nick Carraway, que lo observa todo desde una cierta distancia, y es el marido engañado que sufre pasivamente la humillación pública de su insegura masculinidad.
Y qué pronto se termina la novela: su brevedad resalta más todavía la sutileza con la que está construida. En las primeras páginas empieza el verano y en las últimas ya ha llegado el otoño. En un tránsito así de fugaz se consuma la vida entera de Jay Gatsby, y la de Scott Fitzgerald, que casi no tuvo tiempo de dejar de ser joven.
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