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Columna
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Leyes de propaganda

José María Ridao

La violación múltiple de dos niñas en el plazo de pocos días ha reabierto el debate sobre la necesidad de reformar la Ley del Menor. En concreto, sobre la conveniencia de rebajar la edad penal de manera que los delitos cometidos por niños de hasta 14 años no queden impunes. Las posiciones se han fijado de inmediato: los partidarios de la reforma insisten en que la infancia no puede ser un coto vedado a la intervención de la justicia, en tanto que quienes se oponen han subrayado, sobre todo, los errores a los que puede conducir la práctica de legislar a golpe de telediario. En apoyo de unos o de otros se han esgrimido, además, argumentos que van desde la necesidad de adaptar la legislación a los usos perversos que los menores pueden hacer de las nuevas tecnologías -por ejemplo, cometer delitos con el sólo propósito de colgarlos en Internet- hasta la influencia del entorno familiar y social en el comportamiento de los jóvenes delincuentes.

Las violaciones obligan a extender la reflexión a muchos ámbitos, entre otros al papel de la prensa

Para bien o para mal, las recientes violaciones obligan a extender la reflexión a muchos ámbitos. Entre otros, al papel de la prensa, y no tanto por la eventual existencia de un efecto demostración que la publicación de las noticias sobre delitos cometidos por menores pudiera tener sobre otros jóvenes. El derecho de los ciudadanos a recibir información, y de la prensa a transmitirla, podría sufrir un serio revés si quedara supeditado a hipótesis sociológicas como la del efecto demostración: aceptado el principio para los delitos cometidos por menores, nada impediría que se extendiera, además, a otras noticias, como las relacionadas con el terrorismo. La reflexión sobre el papel de la prensa no se referiría, pues, al hecho de publicar o no determinadas informaciones, sino a la manera en la que se publican y, por tanto, a la manera en la que son descodificadas socialmente.

Y, en este sentido, conviene recordar que hace años que desapareció de los medios de comunicación la morbosa sección de sucesos, como también se retiraron del mercado las publicaciones especializadas en este género de noticias. Desde luego, no existen razones para añorarlas: un país al que se le ofrece un masivo consumo de morbo es casi siempre un país al que se le tratan de ocultar otras realidades. Pero, al mismo tiempo, no se deberían perder de vista las consecuencias de esta desaparición: al ingresar en las secciones de información nacional, las noticias que antes se recogían en la de sucesos dejan de ser percibidas como excepciones muchas veces monstruosas y pasan a ser, automáticamente, asuntos insoslayables del debate político general. Se produce, así, la paradoja de que unos hechos dramáticos pero excepcionales exigen revisar las leyes, las instituciones, la educación, las modas y, en definitiva, hasta los fundamentos últimos de un sistema político y social en el que la abrumadora mayoría de los ciudadanos convive de manera pacífica y respetuosa.

Con este planteamiento de partida, nada tiene de extraño que noticias como la de la violación múltiple de dos niñas abra la caja de Pandora de las medidas populistas, en las que la ley deja de ser un instrumento para organizar la convivencia y se transforma en una pieza más de la propaganda política. El ordenamiento jurídico se va poblando poco a poco de normas rotundas pero ineficaces, que sólo sirven para transmitir la sensación de que los poderes públicos no se desentienden de esa criatura omnipresente y de perfiles vagos que es "lo que interesa a los ciudadanos". En el caso de los delitos cometidos por menores se produce, además, un subrepticio abandono de los principios y las convicciones que, en buena medida, están en el origen de los sistemas democráticos. Principios y convicciones como el de que, si el objetivo prioritario de la ley penal es la reeducación y no sólo el castigo, es preciso establecer un espacio en el que la vida de los individuos no quede marcada para siempre por una acción cometida cuando aún no disponían de juicio ni de formación para evaluar sus terribles consecuencias, tanto para las víctimas como para ellos mismos.

Como recuerda el filósofo norteamericano Niel Postman en su excepcional ensayo Construyendo un puente hacia el siglo XVII, la noción de infancia no ha existido siempre, sino que fue una construcción deliberada de la Ilustración. Hasta entonces, los niños eran humanos más pequeños, tanto para lo bueno como para lo malo. Los que no estaban condenados por nacimiento, podían llegar a estarlo por hechos cometidos desde la ignorancia de sus pocos años.

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