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Columna
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Menos todavía en verano

Supongo que el amable lector (si lo hubiera, tanto una cosa como la otra) se prepara para hacer acopio de lecturas a fin de distraerse durante este inmisericorde mes de agosto que se nos viene encima, mientras que otros, ya en plenas vacaciones, están sufriendo la selección de libros que hicieron en su día. Yo jamás leo durante el verano: cansa mucho y resulta incómodo mantener el libro sobre las rodillas peladas, porque no resulta sano para unos ojos llenos de sal o de cloro, y en fin, porque prefiero descansar con actividades más estimulantes. Por si acaso, y el que avisa es un traidor de mucho cuidado, cuando no un simple mala sombra, ahí van unas no recomendaciones de lectura, o un listado de lecturas no recomendables, por si el lector tiene la ocurrencia de fatigar su vista con algo más que el vaivén más o menos armonioso de las olas.

Lo primero es que ni se les ocurra acercarse para nada a cualquier libro de Sánchez Dragó, ya se trate del hilarante Gargoris y Habidis o de cualquier otro que el autor considere una novela. Si eligen su obra inicial, se encontrarán con un refrito sin gracia ni veracidad del que ni siquiera está comprobada su autoría, mientras que si prefieren sus novelas, se toparán con la desvergüenza de un sujeto persuadido de que nada de interés ha sucedido en este mundo hasta que acaeció, para desdicha general, la ventura universal de su nacimiento.

De Manuel Vázquez Montalbán, y armados siempre de la consiguiente atención flotante, actitud que la molicie del verano propicia de manera notable, pueden leer su serie sobre Carvalho, provistos de papel y lápiz a fin de ir tomando notas de lo más interesante del asunto, que no es otra cosa que la abundante colección de recetas de cocina que el autor va desgranando aquí y allá, hasta completar no menos de una docena en cada una de sus intrigas, con lo que el lector tiene resuelta la fastidiosa tarea de rumiar a media tarde qué diablos va a preparar esa noche para la cena, pues resultan tan amenas como sencillas, aunque suponga un misterio saber qué demonios pintan en sus novelas.

Aparte de best-sellers de mucha fama y mayores ventas y otros productos de hamburguesería, conviene andarse con cierto ojito con Fernando Savater (habituado a hacerse pasar por periodista entre filósofos y por filósofo entre periodistas), ya que en la mayoría de sus páginas el lector pasará del tedio al aburrimiento en un pis pas ante una impactante acumulación de ingeniosidades encadenadas que le harán desdeñar el libro y hasta es posible que le lleven a echar seriamente de menos la severidad jansenista y la concisión conceptual de Corín Tellado, y hasta de Woody Allen, si a eso vamos, pues es sabido que el sabio neoyorkino rara vez se permite una broma o un simple chistecito en su endémica propensión al sentimiento trágico de la vida.

Los ejemplos podrían multiplicarse, pero no aburriré más al acalorado lector. Lo mismo que en el Mayo del 68 se decía, medio en broma medio en serio, que "de Mao, con cuidao; de Lenin, un poquitín; de Marcuse, no se abuse", etc., diría que "a Cela, ni la oreja; a Umbral, tú de qué vas; a Muñoz Molina, vale ya de moralinas; a Juan Goytisolo, qué poco meollo; a Ruiz Zafón, menudo tostón", y así hasta que el lector complete a su gusto, si su gusto es, una lista de letraheridos que se diría más herida que letrada en su pasión por las listas, las que sean, incluso en algunos casos por las tontas, también las que sean. Y, en fin, no se me olvidaba, no: y ese Máñez, que se calle.

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