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Columna
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Regalos

La señora alcaldesa de Valencia, doña Rita Barberá, ha dicho que todos los políticos reciben regalos y que sospecha, imagina, que los que reciben el presidente del Gobierno y los ministros son más grandes que los que reciben los alcaldes y los concejales.

Con todos los respetos a la señora alcaldesa, es razonable, y hasta exigible, expresar la más clara discrepancia ante semejantes formulaciones. Ni la afirmación genérica relativa a la clase política en bloque, ni la sospecha o imaginación específicamente dirigida contra el Gobierno de España y su presidente, pueden ser compartidas por cualquier persona amante de la ecuanimidad, la objetividad y la lógica más elemental. Hay criterios de experiencia, hay datos estadísticos y hay convicciones éticas de los que cabe deducir que semejantes proposiciones infamantes son desacertadas.

En Cataluña hemos tenido experiencias de sospechas de incorrección en la función pública, la última, la del 3%

Nuestro Código Penal recoge una vieja tradición de rigor en la exigencia de corrección ética a los mandatarios públicos. Así, castiga los delitos de cohecho, entre los delitos contra la Administración pública cometidos por las autoridades o funcionarios públicos. Se castiga a quien solicite u ofrezca dádivas o presentes, o haga ofrecimientos o promesas, es decir, sobornos, para realizar actos en el ejercicio del cargo público, o por dejar de realizarlos, cuando de ello se derive la comisión de un delito, o de otro acto injusto aunque no sea delito, o incluso aunque no sea injusto. Se castiga hasta el mero hecho de admitir una dádiva o regalo ofrecido en consideración a la función pública del receptor.

Podemos afirmar que nuestra legislación penal recoge una tradición de severidad para con la pulcritud ética de los funcionarios públicos, y por tanto para con los políticos que ejercen esas funciones. Es posible que esta exigencia no se corresponda con una percepción social preocupantemente creciente, razonablemente desconfiada, suspicaz.

Hasta tal punto esta exigencia o anhelo social es consistente que, más allá del derecho penal, la diafanidad del comportamiento de los cargos públicos merece toda clase de garantías y prioridades. La Ley Orgánica de Protección Civil del Derecho al Honor, la Intimidad Personal y Familiar y la Propia Imagen dice expresamente que el derecho a la propia imagen no impide su captación y reproducción cuando se trate de personas que ejerzan un cargo público... y la imagen se capte durante un acto público o en lugares abiertos al público. Lo de abierto al público es siempre relativo. Es distinto a local al aire libre. Por ejemplo, el palacio de Berlusconi, según dicen, es de notable actividad de profesionales públicas, sin función institucional. Y más modesta y recatadamente, los despachos oficiales parece que dejan de serlo cuando en ellos el sastre toma las medidas de la pernera.

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El Tribunal Supremo ha llegado a sentenciar que en los personajes públicos el derecho al honor disminuye, la intimidad se diluye y el derecho a la protección de la propia imagen se excluye. Y todo para priorizar el derecho a la información, que constituye la garantía básica del control social y democrático de la actividad pública, política.

En Cataluña hemos tenido experiencias de sospechas de incorrección en la función pública. La última que quiero recordar fue cuando, nunca sabremos si por impulso o con premeditación, un hidalgo de la política espetó lo del 3%.

De aquellos polvos vinieron estos lodos. Con las naturales lentitudes, contradicciones, limitaciones e ilusiones, nació la Oficina Antifraude de Cataluña (OAC). Es una evidencia, modesta, de que la pulcritud ética de la función pública necesita una institución de control preventivo, con capacidad de vigilancia, información, formación y denuncia política, institucional y, en su caso, judicial.

El camino correcto frente a la lenidad, o a la desmoralización, es el de la prevención y autocorrección de las administraciones públicas, y en última instancia la represión de los comportamientos punibles. El camino incorrecto es el de doña Rita, es decir, el camino de la negación de los hechos, de su posterior imputación indiscriminada, y su simultánea banalización. Alguien podría pensar que la Vuitton cree que todos son de su condición.

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