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Columna
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La ira del calor

Ocioso es hablar de los rigores caniculares que maltratan a los madrileños con la impresión de vivir aplastados dentro de esta pegajosa burbuja, desanimados y embrutecidos por el látigo, que se renueva cada estío. De ésta saldremos, como siempre, y la ciudad -si algún día está terminada- recuperará el salero que cree poseer en cantidades enormes. Hay momentos, durante las primeras horas de la tarde, en que la sombra que proyectan los edificios parece un túnel azul lúgubre, aunque la mayoría de las calles estén escoltadas por esa valerosa guardia de árboles que sobreviven incluso si el pretexto de la sequía les priva del riego. Es un misterio, este verdor de Madrid.

Aparte del aspecto afligido de los munícipes -que somos todos, como me canso de repetir, y no sólo los expuestos a tentaciones venales-, se repite un fenómeno curioso. La mayor parte de los conocidos se fue a la playa o a la fresca montaña y, sin embargo, los encontramos en la cafetería, el bar que no ha cerrado y, la gente más joven y vigorosa, en las piscinas de día y en los locales nocturnos, pocos, la verdad, para el tamaño de la metrópoli.

La mayoría de sucesos violentos que se vivieron tuvieron inicio en jornadas estivales

Estos meses rigurosos, julio, agosto y septiembre, deberían significar el ocio, las vacaciones, la pereza, el sudor, el desánimo en las duras jornadas que nos han caído encima. Sin embargo, repasando con abulia las páginas de la historia comprobamos que la mayoría de los acontecimientos violentos que se vivieron tuvieron inicio en jornadas estivales. Y no sólo aquí. Estados Unidos de América celebra su fiesta nacional el 4 de julio, y les aseguro que es de rechupete, por haberlo padecido en una inexperta visita a Nueva York vacía, con el asfalto casi hirviendo. Los franceses entraron en la deshabitada Bastilla el 14 del mismo mes, entre cuyas fiestas se desenvuelven los frenéticos e inconcebibles sanfermines, faro de atracción para turistas deseosos de recibir una cornada en la ingle. En la mayoría de España, estos meses acogen las fiestas patronales, donde la gente lo pasa pipa.

Aunque deberíamos esforzarnos en olvidar, ahí están los pelmazos historiadores recordando un número rojo del calendario, el 18 de julio de 1936, cuando se representó por última vez la sanguinaria tragicomedia, típica llamada Guerra Civil. Sin olvidar que con temperatura ambiente muy elevada, Adolfo Hitler, el canciller elegido se merendó Austria y descoyuntó Polonia antes del 1 de setiembre de 1939.

Hemos aparcado la cohetería, y en algunas ciudades se está poniendo de moda la comprobación que hizo Fernán Gómez de que las bicicletas son para el verano. Se alquilan, se toman en préstamo y -oh, manes ibéricos- la mayoría se devuelven sin desguazar. Europa, desde hace unos años, se comporta como esas empresas que explotan un salón cinematográfico o un teatro, para compartimentarlo en salas minúsculas, de escaso aforo que, por lo pronto amortizaban el puesto de acomodador. Ahora las guerras son estancas, localizadas, sin que contagien las grandes potencias vecinas. Siguen revueltos e inconciliables serbios, croatas, eslovenos, turcochipriotas, iraníes, coreanos del Norte, sin hablar del puterío dictatorial de la América Latina. Pero no hay guerra mundial y, bien que mal, siguen celebrándose Juegos Olímpicos y campeonatos de fútbol, béisbol o baloncesto, y esto le da al mundo la coartada de vivir en paz, trasunto de la pax romana que estuvo jalonada de represalias y brutalidad.

Aquí, en estos lares, hemos renunciado a la violencia, repitiendo la bobalicona declaración de renunciar a la guerra, cuando siempre ha sido algo impuesto, fatal, inevitable. Para conseguir lo mismo, la astucia, el cubileteo de los votos, sin salidas a campo abierto. El poder se ha empequeñecido y quien desea mantenerse en él, como el mujik que corría en su trineo acosado por hambrientos lobos, va echándoles comida, objetos necesarios y, cuando se agotan, gracias a estar bendecido con una familia numerosa, arroja a las fieras a sus hijos, para llegar con salud a casa. Medio en penumbra, cerradas las ventanas, corridos los visillos, las cortinas y cuanto pueda oponerse al terco e implacable calor, sentimos hervir la ira del ferragosto, el plomo sobre la piel, pero nos quedamos quietos. Algo hemos ganado; o perdido, si de ferocidad se trata.

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