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Columna
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Fuera de cobertura

A menudo recurrimos a la globalización como a la aspirina contra el dolor de cabeza para explicar que ya casi todos tosemos al mismo tiempo, aplicamos las mismas recetas contra el mal de amores, nos matamos de distintas formas pero con el mismo resultado, leemos los mismos best-sellers -ahora le ha tocado Stieg Larsson, como le podía haber tocado a cualquier otro, como antes a Umberto Eco poniendo nombres a las rosas- y bebemos casi los mismos potingues casi al mismo precio. Los periodistas solemos decir que ya no vale hacer una declaraciones explosivas (de un futbolista, de un escritorzuelo resentido o de un político venido a menos, da lo mismo) en el periódico local de Tashkent, porque Internet lo pone inmediatamente en conocimiento de esta aldea global. Así, se han conocido casos de plagios por la convicción del copiador de que aquello no salía de su pueblo o tonterías como las de un cantante italiano sobre los bigotes de las mexicanas. Antiguamente, siempre había un amigo al que contarle algo para que se propalara como la gripe A, que ese era el verdadero objetivo, previa exigencia de que no se lo contara a nadie. Ahora el cotilleo está en Internet, así que los amigos parlanchines se han ido al paro, sojuzgados por los blogs, que es la forma elegante que utilizan muchos parlanchines venidos a más.

Pero la vida te da sorpresas, que decía Rubén Blades. Y a poco que te mueves descubres que la aldea global no lo invade todo. Que hay confines. Por ejemplo, en las radios francesas ponen tanta música española como música francesa en las radios españolas, aunque hay una pequeña diferencia: en las radios españolas, por cada cinco canciones anglosajonas, suena una española, y en Francia es al revés. ¿Evolución?, ¿chovinismo?, ¿marketing?

Lo cierto es que en cuanto cruzas la frontera, se nota que has cambiado de aldea: la carne supera al pescado, el periódico te lo dan en bolsas de plástico, los contenedores de reciclaje tienen los colores cambiados: lo que en España es verde, aquí es amarillo, y en Mónaco, marrón. Y cambian las noticias permitiéndote vivir casi al margen de lo que ocurre en tu país (accidentes, desastres o Cristianos Ronaldos aparte) que es como si de repente, por arte de magia, te quedaras un mes sin cobertura en el teléfono móvil (eso si consigues huir del wi fi gratuito de los hoteles).

Y resulta que la gente es como tú. Bien, vale, estos toman Ricard o pastis que tienen la textura y el color del antibiótico, pero nosotros también comemos esos magníficos bichos con tentáculos envueltos en una salsa negra y nos quedamos tan anchos. Probablemente, en esta aldea global, la comida y el sexo sea lo que más nos diferencia. Nosotros somos más de lo primero, estos son más de lo segundo. Hay una profunda diferencia entre ambos. A nosotros nos gusta practicar mucho de lo primero y hablar mucho de lo segundo, y a ellos les ocurre lo contrario. Algún día nos encontraremos aunque no sé si yo llegare a verlo. Sigamos comiendo.

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