Victoria aguada
Ayer comenzaba su crónica mi amigo Arribas hablando del sol de la infancia de Collioure, del viento de la Tramontana -el mismo que causa esos azules tan intensos en el cielo- que no giró y que causó tensión, aunque no fractura en el pelotón.
Pero tan solo 24 horas después, sin que nada tenga que ver que se hubiese cruzado una ya inexistente frontera, ese sol no tuvo ni la dignidad de aparecer. Apareció una lluvia persistente y pertinaz donde menos se le esperaba. Es irónico que Barcelona fuese ayer el destino más meridional de la historia del Tour y que justo allí fuesen los corredores a encontrarse con las primeras gotas de lluvia de esta edición. Dice mi compañero Flecha, argentino de nacimiento, catalán de adopción, que en Barcelona llueve 10 días contados al año. Ahora habrá que decir que en lo que llevamos de año ha llovido nueve, y el día que llegó el Tour.
Pensé que la sucesión de caídas en la parte final iba a ser mayor de lo que fue
Y es una gran pena que lloviese por cómo deslució la climatología al espectáculo. Yo, al ver las primeras imágenes de la carrera, cuando aún rodaban en paralelo al Mediterráneo tras la serpenteante ruta entre Tossa y Lloret de Mar, me temí que la cosa fuese aún peor de lo que fue finalmente. La ruta era sinuosa por carreteras que no están acostumbradas al goteo incesante de la lluvia. Eso hace que haya una capa de suciedad acumulada que, en contacto con el agua, se convierte en una pista impracticable para vehículos de dos ruedas. Y en la misma capital, como en toda gran ciudad, esa capa es aún mayor debido a la mayor cantidad de tráfico rodado que soporta. Al final la carrera se convierte en una gincana de cruces, marcas viales, pasos de cebra y dificultades varias. A lo que hay que sumar un factor que a veces se olvida, pero que no es menos molesto y que añade aún más peligrosidad; y es que con el agua y la suciedad que escupe la rueda del que te precede, hay momentos en los que no ves nada, ya vayas con gafas o sin ellas. Así que pensé que la sucesión de caídas en la parte final iba a ser aún mayor de lo que fue. No es que me pareciese poco lo que vi, que va, pero esperaba aún más. No obstante, la resolución de la etapa fue más parecida a lo que esperaba -aunque Millar estuvo bastante cerca de dar una sorpresa como la de ayer-. No exactamente, porque soñaba con ver a Freire dedicándole la etapa a su nuevo retoño, pero casi, porque cerca anduvo y solo Hushovd fue capaz de aguarle la fiesta. Aunque teniendo en cuenta el día, quizá lo de aguarle no sea la forma más correcta de expresarlo.
Óscar se sentía fuerte e invencible, se intuía con sólo verle moverse en la posiciones delanteras del grupo. En los últimos metros se quedó en cabeza demasiado pronto, así que miraba atrás nervioso para responder con celeridad a los ataques. Tuvo que hacer dos arrancadas antes de la verdadera. Hushovd, a su rueda, no perdía detalle del cántabro. En la definitiva, el noruego abrió gas por su cuenta y adelantó por la derecha a un Óscar que vio impotente como se le escapaba la victoria. Victoria aguada para Óscar en uno de los sentidos de la palabra. En el otro no, porque un segundo puesto no es ninguna victoria, es el primero de entre los perdedores.
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