_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Espectáculo

Hay un concepto clave para entender la esencia de la política valenciana de los últimos años: el espectáculo. Representa el elemento clave de todas las acciones de gobierno. Desde los anticuados y ruinosos parques temáticos, pasando por la arquitectura, el urbanismo, el deporte, la educación o la cultura. Todo ello concebido con espectacularidad de gran evento, ha llevado a la sociedad valenciana a regocijarse con espectáculos emblemáticos, competiciones de elite, visitas papales, grandes contenedores museísticos y operísticos, ciudades del cine, las ciencias. Lo importante no ha sido el contenido, sino el espectáculo. El éxito del modelo quizá se relacione con aquello de nuestra afición por la traca.

El espectáculo ha resultado ser un instrumento político muy eficaz al convertir al ciudadano en espectador. El espectador se implica en el juego, aplaude, vitorea, porque el espectáculo apasiona a la masa, genera optimismo, expectativas, estimula la evasión. El espectáculo se basa en la ficción y en su capacidad de seducir. El espectador se siente satisfecho del buen espectáculo, se compra un traje nuevo, entradas para ver el espectáculo del gran premio de Europa de Fórmula 1 o el espectáculo de la visita papal, admira el yate que acude a la llamada de la Copa del América, se hace socio del VCF campeón de Europa con el patrocinio de una empresa fantasma, se compra un apartamento en el Cabanyal, admira el glamour de las fiestas nocturnas -inverosímiles- en el Mercado Central, imagina a Valencia en el circuito del gran slam de tenis y se toma unas copas a la sombra de Briatore, Calatrava y Ecclestone, actores principales del espectáculo. El espectáculo se basa en la ficción y el ciudadano se crece, se ve a sí mismo aprendiendo los valores de la ciudadanía en inglés, instruyéndose en la prestigiosa Valencian International University y paseando por las calles de la capital rodeado de visitantes extranjeros en la ciudad admirada y cosmopolita.

Todo un universo de ficción, en el que, al amparo de su complejo de prima dona, nuestros gobernantes han transformado a los ciudadanos en espectadores complacidos, y les ha salido bien la jugada en tiempos de especulación y dinero fácil. La política del espectáculo (como la cultura espectáculo y la economía espectáculo) no sería nada sin una buena dosis de esnobismo pretencioso; atributo, como es bien sabido, que arraiga con fuerza en los nuevos ricos. Y con esos ingredientes, en tiempos de bonanza, resulta fácil crear fuegos de artificio, ilusionar al espectador, alentar la pasión por el juego. Ya se sabe lo que desde la antigüedad brindaban ciertos gobernantes al pueblo: panem et circenses. Y alrededor del circo crecen los malabaristas, los equilibristas, los contorsionistas, los enanos y los filibusteros. Y se hace grande el gran circo. Y los espectadores, encantados con el espectáculo.

La cosa empieza a cambiar cuando los tiempos de opulencia declinan, el espectáculo deja de tener la finnezza de Desayuno en Tiffanys y va adquiriendo el tono de Gangs of New York; cuando la celebrada ópera de Wagner va derivando en opereta zarzuelera. Entonces la prima donna y los grandes actores escurren el bulto y pasamos, sin apenas advertirlo, de admirar el espectáculo a quedarnos con el culo al aire, es decir, a dar el espectáculo. Y cuando la política valenciana ya no puede fundarse en el espectáculo y empieza a dar el espectáculo, entonces el espectáculo deja de tener justificación en términos políticos. Porque, si hacer política es, inevitablemente, gestionar con decoro el patrimonio colectivo -y es patrimonio colectivo la dignidad de un pueblo, sus valores, su lengua, su historia, sus paisajes, sus bienes y sus costumbres- a los ciudadanos no les queda más opción que poner fin al espectáculo, renegar de la condición de espectador y retomar la conciencia de ciudadano, para pasar factura a quienes han hecho de la política un circo y degradan con ello nuestra dignidad. Una factura, ésta sí, que tendrán que pagar.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_