Espectáculo
Hay un concepto clave para entender la esencia de la política valenciana de los últimos años: el espectáculo. Representa el elemento clave de todas las acciones de gobierno. Desde los anticuados y ruinosos parques temáticos, pasando por la arquitectura, el urbanismo, el deporte, la educación o la cultura. Todo ello concebido con espectacularidad de gran evento, ha llevado a la sociedad valenciana a regocijarse con espectáculos emblemáticos, competiciones de elite, visitas papales, grandes contenedores museísticos y operísticos, ciudades del cine, las ciencias. Lo importante no ha sido el contenido, sino el espectáculo. El éxito del modelo quizá se relacione con aquello de nuestra afición por la traca.
El espectáculo ha resultado ser un instrumento político muy eficaz al convertir al ciudadano en espectador. El espectador se implica en el juego, aplaude, vitorea, porque el espectáculo apasiona a la masa, genera optimismo, expectativas, estimula la evasión. El espectáculo se basa en la ficción y en su capacidad de seducir. El espectador se siente satisfecho del buen espectáculo, se compra un traje nuevo, entradas para ver el espectáculo del gran premio de Europa de Fórmula 1 o el espectáculo de la visita papal, admira el yate que acude a la llamada de la Copa del América, se hace socio del VCF campeón de Europa con el patrocinio de una empresa fantasma, se compra un apartamento en el Cabanyal, admira el glamour de las fiestas nocturnas -inverosímiles- en el Mercado Central, imagina a Valencia en el circuito del gran slam de tenis y se toma unas copas a la sombra de Briatore, Calatrava y Ecclestone, actores principales del espectáculo. El espectáculo se basa en la ficción y el ciudadano se crece, se ve a sí mismo aprendiendo los valores de la ciudadanía en inglés, instruyéndose en la prestigiosa Valencian International University y paseando por las calles de la capital rodeado de visitantes extranjeros en la ciudad admirada y cosmopolita.
Todo un universo de ficción, en el que, al amparo de su complejo de prima dona, nuestros gobernantes han transformado a los ciudadanos en espectadores complacidos, y les ha salido bien la jugada en tiempos de especulación y dinero fácil. La política del espectáculo (como la cultura espectáculo y la economía espectáculo) no sería nada sin una buena dosis de esnobismo pretencioso; atributo, como es bien sabido, que arraiga con fuerza en los nuevos ricos. Y con esos ingredientes, en tiempos de bonanza, resulta fácil crear fuegos de artificio, ilusionar al espectador, alentar la pasión por el juego. Ya se sabe lo que desde la antigüedad brindaban ciertos gobernantes al pueblo: panem et circenses. Y alrededor del circo crecen los malabaristas, los equilibristas, los contorsionistas, los enanos y los filibusteros. Y se hace grande el gran circo. Y los espectadores, encantados con el espectáculo.
La cosa empieza a cambiar cuando los tiempos de opulencia declinan, el espectáculo deja de tener la finnezza de Desayuno en Tiffanys y va adquiriendo el tono de Gangs of New York; cuando la celebrada ópera de Wagner va derivando en opereta zarzuelera. Entonces la prima donna y los grandes actores escurren el bulto y pasamos, sin apenas advertirlo, de admirar el espectáculo a quedarnos con el culo al aire, es decir, a dar el espectáculo. Y cuando la política valenciana ya no puede fundarse en el espectáculo y empieza a dar el espectáculo, entonces el espectáculo deja de tener justificación en términos políticos. Porque, si hacer política es, inevitablemente, gestionar con decoro el patrimonio colectivo -y es patrimonio colectivo la dignidad de un pueblo, sus valores, su lengua, su historia, sus paisajes, sus bienes y sus costumbres- a los ciudadanos no les queda más opción que poner fin al espectáculo, renegar de la condición de espectador y retomar la conciencia de ciudadano, para pasar factura a quienes han hecho de la política un circo y degradan con ello nuestra dignidad. Una factura, ésta sí, que tendrán que pagar.
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