Mirando hacia La Meca
La semana pasada estaba comiendo un kebab en un restaurante turco, uno de esos restaurantes turcos donde trabajan inmigrantes que nunca suelen ser turcos. Es fácil saberlo: en el döner kebab los empleados son muy morenos, mientras que los turcos son tan rubios como nosotros (bajo la generosa hipótesis de que nosotros seamos rubios), aunque el imaginario popular los imagine tiznados y tocados con un fez: los prejuicios son así.
Me había llevado hasta allí un hambre de mil demonios: eran las tres y media de la tarde, y me mantenía en pie gracias a un café solitario y mañanero. En tales condiciones, precipitarme sobre uno de esos bocados de carne condimentada con especias fue un acto de supervivencia, aunque debo confesar una especial querencia por la cocina exótica, y cuanto más exótica mejor. Los vascos, para esto del comer, somos de un chauvinista que asusta: pensamos que más al norte de las lonjas de Bermeo y más al sur de las viñas de La Rioja la cocina es un horror: otro prejuicio que deberíamos poner en cuarentena.
En el local no había ningún otro cliente, y yo seguía con el kebab y con la mirada concentrada en un periódico cuando comprobé que algo raro pasaba. Miré al sesgo, con disimulo, y me encontré con que uno de los empleados había apartado unas cuantas sillas y extendido sobre el suelo, justo delante de mí, una pequeña alfombra. Entonces se descalzó, se puso un pequeño gorro y empezó a rezar. Me sentí bastante mal. Yo batiendo la mandíbula, con las manos untadas de salsa, y ese hombre ahí delante, tan recogido, mirando hacia La Meca. Yo pasando las hojas del periódico y chupándome los dedos y atacando el bol de patatas fritas, y ese hombre frente a mí, a un palmo de mis zapatos, con los ojos cerrados, absorto, remoto, en otra parte, en otro mundo. Comenzó a realizar genuflexiones y ya no pude más. Me sentía mal, me daba vergüenza seguir comiéndome un kebab y bebiendo cerveza mientras él charlaba, o algo, con la divinidad. De modo que plegué el periódico con la mayor delicadeza, recogí todas mis cosas, separé la silla evitando hacer el menor ruido y tracé en mi camino hacia la barra una discreta circunvalación, para no perturbar al musulmán en sus plegarias y guardar el respeto necesario. Menos mal que en la barra había otro, quizás algo más laico, que sin rezar ni nada emprendió el cobro el servicio.
Mi hijo de diez años me explicaba el otro día las cinco obligaciones que debe cumplir todo buen musulmán. Se las habían enseñado en el colegio cristiano y se las habían enseñado con aplicación y con respeto. Pero eso ya sólo sorprende a los auténticos sectarios. Aquel musulmán que oraba en el restaurante turco, mirando hacia La Meca, merecía todo el respeto. Y es imposible perder el respeto a quien no se lo ha perdido a sí mismo, ya mire hacia La Meca, ya mire hacia otra parte.
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