Educación en la diferencia
Hoy es 30 de junio, pero ni es jueves ni este año es 2005. Y la historia de Marce y Pablo empieza en aquella fecha -2005, jueves y día 30- en la cocina del ático donde vivían ambos en el madrileño barrio de Chueca. Digo que empieza una historia, pero no la de ellos propiamente, que llevaban ya nueve años viviendo como pareja, sino una historia coral que se narra en el libro Mis padres no lo saben (Plaza y Janés), escrito por el propio Marce Rodríguez y Mariola Cubells. Porque lo que estaban celebrando Marce y Pablo en su comida de tal día como hoy era un acontecimiento extraordinario para cualquier pareja gay y para aquella parte de la sociedad española, afortunadamente numerosa, que defiende la igualdad y la libertad: la aprobación en el Congreso de los Diputados de la ley que permitiría el matrimonio entre personas del mismo sexo. En ese primer relato de un conjunto de otros con distintas voces que narran sus experiencias de vida homosexual Marce describe la alegría compartida con amigos y gente cercana en aquella fecha, pero relata una decepción con su madre que da sentido al espíritu del libro.
Llama la atención la intransigencia con que unos desechan las plumas u otros las imponen
Apenas han pasado cuatro años del cambio que supuso aquella ley, y la misma impresión de que hubiera transcurrido mucho más tiempo, por la naturalidad con que al fin ha sido aceptado, revela su eficacia. Y no sólo en lo obvio, un desarrollo de la Constitución que rechaza la discriminación por razones de sexo e impone la igualdad de todos ante la ley, sino por las consecuencias pedagógicas que en la consideración social del homosexual ha tenido el debate sobre su matrimonio. Sin embargo, es evidente que, por ejemplo, la persecución que en mala parte del mundo siguen sufriendo los homosexuales exige mantener el espíritu reivindicativo que, dentro del aire festivo del Día del Orgullo Gay, los colectivos homosexuales se exigen. No todo queda, sin embargo, en manos de las leyes. La adecuada educación en las escuelas no sólo garantizaría una mayor felicidad en los adolescentes por medio de una formación más íntegra por real, sino que resolvería algunos estigmas aún sin resolver en los comportamientos y en las costumbres. Cabe, pues, pedir a los poderes públicos su contribución a esa tarea, pero buena parte de la polémica con Educación para la Ciudadanía viene de una torticera interpretación de la asignatura que alberga un rechazo al cambio de mentalidad por criterios homófobos, conscientes o inconscientes. Y no hay que esperar milagros de las aulas: en las familias ha de cambiar la mirada a la homosexualidad y las palabras que la acompañan.
Y no es que el libro de Rodríguez y Cubells -narración y no ensayo- analice este asunto, sino que sus testimonios, emotivos, lacerantes, estrambóticos y opresivos, permiten reflexionar sobre de dónde viene la homosexualidad, sobre cómo viven aún muchos homosexuales. Álvaro Pombo, en su prólogo por libre a Mis padres no lo saben, ya invita a distinguir entre homosexualidades y familias, con sus diferencias de todo género y en particular cronológicas, pero la propia intransigencia de los homosexuales entre sí por lo que tiene que ver con la visibilidad de cada cual, sin atender a esas diferencias, embarcados en nuevas intolerancias, inciden en el error que denuncia Pombo, desde una dolorosa experiencia, al aconsejar distingos. Ahora mismo, cuando se asoma uno a páginas de Internet que dan cuenta de la celebración del Orgullo Gay, comprueba cuánto punto de vista diferente hay entre los internautas gays sobre el sentido de la celebración, y cómo algunas de esas diferencias nacen, no ya de criterios organizativos o puramente estéticos, como de maneras distintas de vivir la homosexualidad; todas ellas lícitas, por supuesto. Llama la atención, no obstante, la intransigencia con que algunos desechan las plumas u otros las imponen, la radicalidad con que unos ven deteriorado el primigenio sentido del día del orgullo, como si conocieran sus esencias y fueran sus guardianes, y la banalidad a la que otros reducen el sentido de la fiesta como la única manera de celebrarla. Esa misma falta de apreciación de la diferencia alcanza a quienes se empeñan en obtener el perfil del homosexual por su caricatura, a los que insisten en la caricatura como una forma de hacerse ver y, claro está, a quienes creen que todo el mundo puede o quiere salir del armario de la misma manera o no conciben que alguien salga del armario sin echar las puertas abajo.
Las experiencias contenidas en Mis padres no lo saben, relatadas con tanto cuidado y eficacia, lo cual no sólo da valor al libro sino que garantiza amenidad al lector, no están agrupadas allí con la determinación de que alguien aprecie diferencias que desconoce en la homosexualidad, pero estoy seguro de que permitirán a homosexuales y a heterosexuales, más que a entender un mundo gay, que también, a entenderse en el mundo gay y con el mundo gay.
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