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Columna
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La normal anormalidad

Francisco le pregunta qué día le vence el contrato. Esther está preocupada. Él le dice que no comente nada y le anuncia que cuando reciba la carta con el finiquito, que no se preocupe ya que la va a hacer fija. "Cuando llegue la renovación, te vamos a despedir, pero luego yo me voy a equivocar y te voy a hacer fija. Te lo digo a ti nada más. Yo te enviaré la carta de despido, pero luego me equivocaré". Francisco se apellida Zamorano y era el edil socialista de Hacienda del Ayuntamiento de Estepona. Su interlocutora, Esther, era la secretaria de la comisión ejecutiva local del PSOE en este municipio.

Antonio tiene un problema. ¿Está solucionado lo de Los del Río?, pregunta su interlocutor. Y él le contesta: "Sí". Antonio habla con su chófer y le dice ¿Dónde está la caja de puros? "Está en el maletero del coche", le explica. "El sillón del vehículo tiene una palanca arriba que hace que el asiento se eche hacia abajo. Allí se encuentra el sobre con una goma. Dáselos". "¿Qué se lo dé a los del Río? Sí, son 12.000 euros, que son 24 billetes de 500". Antonio era alcalde de Estepona. Se apellida Barrientos. Su interlocutor, Mariano, era un cargo de confianza del consistorio.

Flores habla en complicidad. "Primo, ahora mismo no tiene ningún hueco, tiene a todo el mundo totalmente exprimido. Él se tiene que comprometer, no puedes tener a inversores con un convenio frenado. No puede ser, tiene que sacar el plan. Los temas de gestión los tiene que sacar. Y él tiene que tener un grupo empresarial detrás para la siguiente campaña y para todo lo que nos viene en cuatro años". En el otro lado del teléfono Juan le contesta que "él tiene que seguir haciendo lo mismo, si no tampoco va a ser feliz". "Por qué ha subido tanto Antonio", se pregunta, "por la labor que hemos hecho en este sentido. Eso ha sido un goteo permanente"... "Nosotros cerramos fila, y tu y yo nos vemos". "Lo que quieras", le espeta su interlocutor, "pero sin salir de copas. Quiero guardar hasta la misa del mes de mi padre para tener la conciencia tranquila". José Flores era el jefe de gabinete del alcalde. Él, era el alcalde. Y Juan, uno más del entramado.

Democracia, tenemos un problema. Y lo peor es que nos estamos acostumbrando. El problema no es sólo la corrupción. Eso confío en que se solucione con tiempo, con policía y con justicia, aunque a veces cueste trabajo creerlo. El problema es que todo sucede dentro de la normalidad. La normalidad del que llama para saber cómo va lo suyo. O para saber cómo va lo nuestro. La normalidad con la que se explica dónde está la "caja de los puros". O la normalidad de esa conciencia que nos impide ir de copas cuando se está de luto por un padre después de un "goteo permanente". De qué, ese goteo. No es difícil imaginarlo.

Está también la normalidad del día después, esa normalidad con la que asumimos que la única persona que da explicaciones para defenderse de la acusación de "traidor" es la única persona que actuó con dignidad, el que denunció unos hechos que algunos no querían conocer. Y finalmente, esa normalidad con la que muchos imputados siguen dando lecciones de moral desde sus escaños del salón de plenos de un ayuntamiento democrático.

Todos los grandes casos de corrupción están llenos de pequeñas corruptelas que son asumidas con normalidad. No ocupan los titulares, pero son la base que ha ido alimentado el problema. Son las consecuencia de un sistema de redes clientelares engordado con miles de personas que viven y trabajan porque su partido gana las elecciones. Un sistema que se sustenta en la apatía de los ciudadanos ante la política y que en España está llegando a extremos peligrosos: la corrupción ya no hace perder elecciones. Pero, sobre todo, se trata de un sistema que se basa en la normalidad. En esa normalidad con la que los ciudadanos hemos asumido día a día lo anormal.

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