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Columna
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Parábola del náufrago y el pollo

José María Ridao

La cifra de votaciones perdidas en el Congreso, 11 de un total de 800 desde el inicio de la legislatura, no justifica la sensación de que el Gobierno se enfrenta a una irresoluble soledad parlamentaria. Y, sin embargo, ésa es la imagen que se ha impuesto en las últimas semanas, coincidiendo con las primeras escaramuzas en el Congreso para la negociación de los próximos Presupuestos Generales del Estado. Es verdad que, a la vuelta del verano, el Gobierno se enfrentará a ellos con lastres tanto políticos como económicos. Entre los primeros, los retrocesos electorales en las elecciones gallegas y, sobre todo, en las europeas, que volvieron a poner de manifiesto un fenómeno recurrente desde las generales de 2000: convocatoria tras convocatoria, la derecha siempre obtiene similares porcentajes de voto y, por tanto, sólo está en situación de ganar aquellas elecciones en las que el apoyo a la izquierda se desploma. Entre los lastres económicos, por su parte, el Gobierno deberá hacer frente de nuevo a su pecado original ante la crisis: primero negada y abordada, después, como un simple problema de comunicación, en el que lo importante era anunciar un improvisado paquete de medidas detrás de otro.

Ha fracasado el intento de una política de comunicación con mucha comunicación y ninguna política

Pero si con los números en la mano no puede afirmarse que el Gobierno esté solo, la pregunta inevitable es por qué, entonces, está transmitiendo esta imagen de soledad. No faltarán, sin duda, quienes desde el Gobierno o desde su entorno se apresuren a diagnosticar los errores en la presentación pública del atropellado batallón de medidas reveladas tras cada Consejo de Ministros, y promuevan, en consecuencia, nuevas ofensivas mediáticas con su renovado catálogo de consignas rutilantes y su correspondiente coro de portavoces para aventarlas. La lección que parece desprenderse, sin embargo, de estas semanas en las que se ha ido abriendo paso la imagen de soledad del Gobierno es que ha fracasado la pretensión de desarrollar una política de comunicación con mucha comunicación y ninguna política. Los reiterados anuncios de brotes verdes, de fechas para la recuperación, de horizontes radiantes, han podido distraer durante un rato a los ciudadanos, aunque al inmenso coste de acabar invitándolos a considerar, pasado el embrujo de las palabras, que da igual lo que diga el Gobierno.

Y tal vez haya sido ahí, en esa creciente grieta entre los aspavientos de comunicación del Gobierno y la rocosa tozudez de la realidad económica, donde la imagen de soledad empezó a echar sus raíces. Porque, como demuestra la exigua cifra de votaciones perdidas durante la legislatura, no es que el Gobierno esté solo en el Congreso. Si está solo es a la manera de esos personajes hiperactivos que, ante cualquier noticia, buena o mala, echan a correr dando gritos en todas direcciones, y a los que conviene mirar desde lejos porque, por más que se intente, resulta imposible seguirlos en sus circunvoluciones imprevisibles. En fin, y únicamente para entendernos, la soledad que podría estar aquejando al Gobierno no es la del náufrago, sino la del pollo sin cabeza. El acuerdo de esta semana con Izquierda Unida para gravar las rentas más altas y abolir los regalos fiscales, un acuerdo que sólo sobrevivió algunas horas, ya fuera por descoordinación entre el Ejecutivo y el grupo parlamentario, ya por otras causas desconocidas, es un ejemplo. Como también lo son los vaivenes sobre las subidas de impuestos, las voces discordantes sobre la eventual reforma del mercado laboral, los meandros indescifrables de la financiación autonómica o las declaraciones en contra o a favor de la energía nuclear y el cierre de Garoña.

A la vuelta del verano, la negociación de los presupuestos será el primer examen para saber cuánto dará de sí esta legislatura. Para entonces, o el Gobierno ofrece una sola voz y, desde esa voz, un único mensaje, o unos presupuestos a base de remiendos multicolores y negociados a la desesperada pueden traducirse, aunque se aprueben, en un reforzamiento de esa imagen de soledad que no se corresponde con los números. La soledad de los náufragos es trágica, y por eso se suele contemplar desde la solidaridad e, incluso, la admiración. Pero la de los pollos sin cabeza es aturullada y, pese al horror que la provoca, no acostumbra a mover sino a la risa. Para un Gobierno que ha hecho de las cuestiones de imagen una obsesión, la comparación entre náufragos y pollos constituye casi una parábola. Una parábola sobre la que tendrá que pronunciarse a la vuelta del verano, no ya para evitar la soledad parlamentaria, sino para no dejarse en una carrera sin dirección a sus propios electores.

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