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Columna
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"Pladur" y 'canular'

Vicente Molina Foix

Aquellos de mis lectores que no sean aficionados al teatro ni afrancesados pueden pensar, al ver el título de este artículo, que me he dejado llevar por la mampostería, o por el absurdo, pero no es eso. "Pladur", entre comillas, es el nombre que un buen día, al salir del María Guerrero, en un casi legendario bar de tapas y comida casera que hay en la calle del Almirante, se me ocurrió darle, en broma, pero llevado por la indignación, al director esloveno Tomaz Pandur, que acababa de presentar en ése para mí muy señalado y noble escenario madrileño un producto denominado Infierno, y que él firmaba, arropado por el nombre de un notable poeta granadino que no quería saber nada del asunto, como adaptación escénica de la parte infernal correspondiente a la Comedia de Dante. Tuve después la curiosidad malsana de ir a ver su segundo espectáculo estrenado en Madrid, un risible Barroco supuestamente sacado de la novela de Laclos Las amistades peligrosas, y ahí me planté. Hizo hace poco, con gran éxito de taquilla (también los conglomerados de plástico tienen su público), un Hamlet. Pues bien, lo que ahora se dice es que este farsante de la escena, hueco, pomposo, superficial, y sin ningún significativo crédito que lo avale, va a ser puesto al frente del Matadero, en Legazpi, también conocido como las Naves del Español, pues del municipal Teatro Español de la plaza de Santa Ana depende. Espero que se trate de un canular, que es el bonito término francés para broma, aunque la palabra, de origen latino y apenas en uso hoy, también existe en castellano, ligada a la práctica de las lavativas.

El 'Edipo' del Matadero elimina los coros sin por ello 'tunear' a Sófocles, como en otros montajes

El Matadero es el espacio escénico más hermoso de la ciudad, y asocio a su superficie algunos de los momentos memorables de mi identidad de espectador: el Happy Days de Beckett en el montaje de Deborah Warner interpretado por la extraordinaria Fiona Shaw (que vi en un día personalmente muy inolvidable), y, el verano pasado, un Troilo y Crésida de Shakespeare montado con sencillez deslumbrante por Declan Donnellan. Pero ni mucho menos todo lo que me gusta en las Naves del Español está en inglés. Ahora mismo se interpreta en castellano (el castellano ni más ni menos que de Eduardo Mendoza) una obra griega que fue antes de llegar aquí vertida al francés por un chileno, Daniel Loayza, y pese a ese aparente galimatías, yo diría que es el mejor espectáculo teatral de la temporada que a punto está de acabar. Me refiero a Edipo, una trilogía, y si usted no la ha visto debería correr a verla antes de que la quiten, el 29 de junio, y antes de que, de confirmarse el canular, llegue al Matadero, para hacer la escabechina definitiva, el tal "Pladur".

Este Edipo que recorta de modo drástico pero inteligente las tres obras de Sófocles Edipo rey, Edipo en Colono y Antígona, está dirigida por Georges Lavaudant, y es un modelo de montaje de una tragedia griega, sobre todo si lo comparo con el que en el mismo escenario vi, hace casi un año, Las troyanas de Eurípides, horroroso espectáculo del casi siempre buen director Mario Gas, gritado, efectista, grandilocuente y mal dicho, aunque también en esa ocasión la versión castellana (del poeta Ramón Irigoyen) fuese excelente. El Edipo del Matadero elimina los coros sin por ello tunear a Sófocles, como se ha hecho en otros montajes recientes de grandes clásicos, y Lavaudant cuenta muy elocuentemente la estremecedora historia que tiene que contar, sin ilustrarla (aunque sobren a mi entender un par de filminas proyectadas).

Párrafo aparte merecen sus actores, en lo que para mí supone el elenco de más alta y homogénea calidad visto en los últimos tiempos en Madrid. La mayoría de los nombres que lo forman tienen sobrado prestigio, pero también sabemos, los aficionados a este maravillosamente voluble arte de las tablas, que los grandes actores no en toda ocasión se muestran grandes. Aquí sí. Miguel Palenzuela (vestido, yo diría que deliberadamente por el director, de pepona) conmueve con su Tiresias, del mismo modo que dan gran densidad Pedro Casablanc a Creonte, Fernando Sansegundo a Teseo (en la segunda parte convertido en un fantoche a lo Thomas Bernhard), Luis Hostalot a sus papeles y Rosa Novell a los suyos, que pasan con admirable versatilidad de la tragedia al vodevil. La obra, como es lógico, se sostiene en la figura doliente de Edipo, y Eusebio Poncela, que prácticamente no sale de escena en la primera hora y cuarto, compone magistralmente un rey a imagen y semejanza de los plebeyos que estamos viéndole, sentados en las gradas del Matadero: curiosos, ambiciosos, equivocados, cargados de culpa, inocentes. A su lado también hay magníficos intérpretes jóvenes, Noelia Benítez, Laia Marull (que destaca poderosamente como Antígona), y alguien que supone para mí una revelación, Críspulo Cabezas. Recordaba su nombre llamativo y su rostro de adolescente de Barrio, la película de Fernando León, pero desde entonces aquel macarrita madrileño ha crecido y -pasando desde la tele y el hip-hop a la tragedia- se ha convertido en un imponente actor.

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