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Columna
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Pico y garra

Hubo un tiempo en el que las palomas gozaban de mayor predicamento que los halcones, en la política y en la iconografía. Ennoblecida su estirpe por el Espíritu Santo y por el culto mariano, la paloma, pacífica y simbólica, paseaba por el asfalto, formaba corros en las aceras y se posaba en balcones y cornisas. En los parques y jardines, simpáticas ancianas desmigaban concienzudamente sus hogazas de pan para alimentarlas sin que ellas pusieran nada de su parte y en los puestos de chucherías los niños adquirían granos de maíz para saciar su característica voracidad. En Madrid las más famosas eran las de Correos y las familias llevaban a sus infantes a Cibeles los domingos para que gozaran del presunto espectáculo, gratuito y predecible. Se suponía que aquellas palomas se concentraban a las puertas del catedralicio Palacio de Comunicaciones a la espera de conseguir una plaza como palomas mensajeras.

Las palomas ahuecan temerosas el ala cuando escuchan el nombre de Ana Botella

De la colombofilia a la colombofobia no hay más que un paso, las palomas sólo tenían un depredador a ras de tierra, un depredador torpe pero aplicado. Los perros domésticos que las perseguían sin tregua y sin éxito por las plazas eran los heraldos de una guerra que no iba a tardar mucho tiempo en desatarse. En los tejados los gatos asilvestrados solían tener más éxito en sus cacerías, pero las bajas que causaban en la población columbaria eran inapreciables. Sensatas opiniones advertían que las palomas eran sucias y que sus deletéreos excrementos corroían la piedra de los monumentos, las palomas ensuciaban balcones y ventanas y defecaban sin el menor escrúpulo sobre las pétreas o broncíneas cabezas de los próceres estatuarios, las palomas no respetaban nada y de tanto convivir con los humanos en el entorno urbano se habían contagiado de sus enfermedades y adquirido sus peores hábitos. Severas ordenanzas municipales prohibieron alimentarlas para que murieran de inanición, pero las palomas habían aprendido a buscarse la vida por su cuenta.

En los años noventa, un concejal del Ayuntamiento madrileño encabezó una implacable cruzada colombófoba con una frase destacada en su banderín de enganche: "Las palomas son ratas con alas". Las ancianas que las nutrían de forma desinteresada siguieron a lo suyo, a veces en la clandestinidad para no ser increpadas por los adalides del civismo. Las palomas achacosas y tuberculosas se convirtieron de la noche a la mañana en una plaga, una pandemia a erradicar de forma tajante, la guerra antiavícola desplegaba sus ejércitos con la colaboración de halcones peregrinos y mercenarios, como los polluelos falcónidos que hoy anidan en las torres de Azca, introducidos por despiadados ecologistas al servicio de la Consejería de Medio Ambiente de la Comunidad. Hoy las palomas supervivientes ahuecan temerosas el ala cuando escuchan el nombre de Ana Botella. No son las únicas.

En un excelente documental sobre la fauna urbana madrileña emitido hace muchos años por Telemadrid, aparecía una pareja de halcones que había buscado cobijo en la cúpula de un rascacielos bancario, del otro lado de los amplios ventanales del salón donde se reunía el consejo de administración. Los consejeros parecían haberlos apadrinado, quizás al reconocerles como ejemplares de una especie hermana, creo que incluso les daban de comer con las migajas sobrantes del pastel, de la gran tarta que todas las semanas se repartían.

Las aves de presa impartían lecciones de eficacia a los banqueros que admiraban la destreza que mostraban las rapaces al desplumar a sus víctimas y devorar sus entrañas de forma contundente, sin miramientos y sin prórrogas. Era tal su admiración que ni siquiera pensaron en hipotecarles el nido. Los nuevos halcones de Azca seguirán dando lecciones a los pobladores de las cúpulas financieras, consejeros tan necesitados hoy de buenos consejos, pero quizás no estén a la altura de las circunstancias. Los banqueros hubieran preferido a las águilas, pero ya se sabe que estas reinas de los cielos no soportan la cautividad y sienten un justificado desprecio por los seres humanos, sus aglomeraciones y sus ridículos blasones en los que a veces aparecen ellas como monstruos de dos cabezas.

Ni águilas, ni halcones. Las aves rapaces con más posibilidades de medrar en la urbe serían los buitres, aves sin nobleza heráldica por el momento, aunque deberían figurar en muchos escudos. Los buitres, como los banqueros, no le hacen ascos a nada y descarnan como nadie las carroñas, con gran aprovechamiento, vuelan muy alto y caen muy bajo.

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