Éxodos caseros
Si las mudanzas no figuran entre las maldiciones bíblicas se debe a que los sufridos hebreos del Antiguo Testamento apenas poseían un cayado, dos cuencos por barba cerrada y media docena de cabras que se desplazaban solas. De lo contrario, además de vagar errantes por el desierto habrían tenido que transportar a cuestas la nevera. Digo esto porque -como el lector ya habrá adivinado- acabo de mudarme. He dejado Ciutat Vella y sus hordas de turistas ruidosos, para encaramarme al Ensanche y su fauna mitológica de nuevos centauros, mitad jubilado en silla de ruedas mitad cuidadora latinoamericana que va empujando.
Toda mudanza es un periodo de trastorno mental transitorio, durante el que nada está en su sitio. Y la rutina diaria se reduce a hacer o deshacer paquetes, y discutir por teléfono con operadoras de las más diversas compañías, capaces de dejarnos sin Internet en plena era de la comunicación o de comunicarnos que las próximas semanas tendremos que iluminar el comedor con antorchas.
En plena crisis inmobiliaria, la ciudad se ha llenado de carteles de habitáculos en alquiler. Todo lo que no pudo ser vendido por cifras astronómicas, ahora intenta ser alquilado a precios estrambóticos. La rapacidad del sector ha hecho que resulte más barato el metro cuadrado en un barrio acomodado que en uno popular, fenómeno paranormal sólo explicable por las ínfulas que se gastan las inmobiliarias, capaces de describir un antro lúgubre como "apartamento acogedor", o de considerar que esas manchas de humedad son decorativas.
Así, una vez encontrado el agujero donde pasar los próximos cinco años, comienza la selección. Cual zarza ardiente, aparecen miles de cachivaches acumulados por pura desidia. Después comienza el periplo de transportar los trastos supervivientes hasta su nueva ubicación, e ir ordenándolos según se termina de limpiar, pintar, montar y reparar. Hasta el día -esta mañana, a primera hora- en que uno se sienta en el sillón, completamente agotado, y percibe la suerte que tuvieron aquellos judíos bíblicos -con su cayado, sus cuencos y sus cabras-, sin tener que preocuparse jamás de una puñetera mudanza.
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