Alejandro Rossi, filósofo y escritor
Se definía como de la "generación de las menudencias"
En uno de los relatos incluido en El cielo de Sotero, Alejandro Rossi le hacía decir al narrador que tenía la "agotadora convicción" de pertenecer a "una generación enamorada de minucias" e incapaz, por tanto, "de inventar un mito poderoso o un símbolo de la condición humana". Son palabras que se ajustan a su manera de ver las cosas. La obra de Rossi huye de la estridencia de las grandes proclamas y de los excesos de cuantos llenan sus libros de conceptos mayúsculos.
"El deseo profundo de escribir una prosa noble y clara, agua fresca, una prosa tranquila y convincente, con olor a buen manantial, con sabor a piedras de montaña alta, a tierra de pinares. Agua para beber". Así se pronunciaba también el narrador del relato citado. Y así escribía Alejandro Rossi: agua para beber. Ahora se ha cerrado ese manantial. El sábado pasado murió en México tras padecer una larga, y enojosa, enfermedad.
Contó su vida en 'Eden'
Una parte de la propia historia de Rossi la contó él mismo en Edén. Una vida imaginada (Lumen), su última novela. Ahí da cuenta de las andanzas de Alexandro o Alessandro o Alessino o Alex o El Negro o Alejandro Francisco, el nombre que figura en su pasaporte, y las sigue con todo lujo de detalles hasta que, ya adolescente y con los ruidos de fondo de la II Guerra Mundial, pasa un verano en La Falda, un pequeño pueblo de la sierra de Córdoba, Argentina.
Alejandro Rossi fue el segundo hijo de una hermosa mujer venezolana y de un diplomático italiano, y nació en Florencia en 1932, donde pasó parte de su infancia y desde donde se trasladó a Roma. En 1942, embarcó con su familia en Cádiz con destino a Puerto Cabello (Venezuela). Empezaron entonces unos cuantos años de nomadismo, donde vivió sobre todo en hoteles, yendo de un sitio a otro, conociendo a las gentes más diversas, habitando un mundo repleto de frivolidades pero atravesado también por la riqueza de unos cuantos grandes personajes. Estuvo en Caracas, Buenos Aires, Montevideo, Carrasco...
Rossi hizo sus estudios preuniversitarios en Roma, Florencia, Buenos Aires y Los Ángeles, y se graduó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de México. Estuvo en Friburgo y Oxford, luego enseñó en la universidad mexicana y trabajó en el Instituto de Investigaciones Filosóficas hasta 1958. Fue cofundador y codirector de Crítica, una revista de filosofía, y estuvo con Octavio Paz en Plural y en Vuelta, las dos iniciativas que renovaron los derroteros del pensamiento y la literatura en México. En ambas revistas publicó una sección en la que mezclaba una inmensa erudición filosófica con un brillante talento literario y un finísimo sentido del humor con una escritura transparente. Esa sección se llamaba Manual del distraído, y con ese título apareció en 1978 el libro que reunía una serie de piezas que le granjearon la admiración incondicional de un nutrido grupo de lectores. Pensar, decía en uno de esos textos, "es tomar en cuenta la ilimitada variedad de factores que intervienen en la más pequeña de nuestras acciones". A esas menudencias se dedicó, sabiendo que "no existen acciones pequeñas, desnudas de complejidad", y por eso su breve obra ilumina con una inmensa generosidad todos esos lugares que bien podían haber pasado inadvertidos.
Quienes lo conocían bien comentaban que Alejandro Rossi era un magnífico conversador. Ese tono de cercanía, la alegría que desprenden tantas de sus piezas, esa melancolía que termina por disolverse en una sonrisa y la inteligencia del que sabe referirse a lo verdaderamente importante, todo eso está también en sus libros. El primero es de 1968, Lenguaje y significado. El manual lo metió en el camino que cultivaría hasta el final: esas prosas en que narración y pensamiento se mezclan tan íntimamente que son difíciles de separar. Cielos de Occam (1982), El cielo de Sotero (1987), La fábula de las regiones (1997), Cartas credenciales (1999), Un café con Gorrondona (1999) y Edén (2007) forman parte de su exigua obra. Ahora que ha desaparecido, no hay nadie que pueda sustituir la cercanía y la inteligencia del inagotable manantial de su voz.
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