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Columna
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Ecologistas

Esta semana anduvieron por Sevilla, en cuyo puerto anda atracado ese navío suyo con nombre de canción lisérgica: los conoceréis porque siempre andan metidos en algún fregado con las autoridades, protagonizando algún atasco monumental de tráfico, embadurnando de nata y merengue a algún ministro de industria o tratando de ocultar algún monumento emblemático debajo de una pancarta, preferiblemente de un color indigesto. Que fue lo que de hecho hicieron en nuestra ciudad, colarse de rondón en la Torre del Oro con la excusa del turismo y, una vez dentro, sacar de las mochilas uniformes radiactivos, maromas, garfios y un cartel que habría servido para empapelar las vergüenzas de la mismísima Estatua de la Libertad; sólo cuando se asomaban sobre las almenas con la intención de dejar caer a lo largo de la fachada semejante alud de letras de molde la policía interrumpió la maniobra y se los llevó a todos a comisaría, a castigarlos sin recreo; de camino a la celda, todavía pataleaban y no sé si se sorbían las narices, entre gritos de que lo habían hecho todo para alertar a la humanidad de la proximidad del cambio climático. Quizá alguien debería darles las gracias a estos atentos muchachos por las molestias e informarles de que de todas maneras ya sabíamos que ese cambio se avecina: también vemos el telediario y nos hemos enterado del premio ése que le dieron en Estocolmo al señor Al Gore. Aun así, no creo que esta advertencia les disuada de proseguir sus travesuras por otros monumentos de la Tierra en el futuro. No tienen necesariamente que pertenecer a una asociación internacional: hace apenas unos meses que, también en Sevilla, una agrupación autóctona la lió en el mercado de la calle Feria arrojando cubos de sangre fresca contra los mostradores de las carnicerías para condenar, decían, el sufrimiento animal. Por suerte la sangre no llegó al río.

El ecologismo es una doctrina seguramente necesaria que exige la adhesión de todo individuo consecuente, pero que posee un defecto de bulto: los ecologistas. Cualquier individuo dotado de sensibilidad, de cultura mediana, preocupado por los vaivenes que sacuden el mundo que sucede tras el televisor estará de acuerdo en que nuestro presente ha de asumir una serie de retos que sólo pueden superarse a través del recurso a los principios ecologistas; la sobreexplotación del planeta, la calvicie progresiva de los bosques, la desaparición de especies, el efecto invernadero, el deterioro de los océanos y otros indicios de que nuestro medio natal se halla en peligro han de animarnos a cambiar de actitud y a colaborar, en la modesta medida en que cada uno pueda, a evitar el colapso. Asumido ese principio de sentido común, no entiendo qué necesidad hay de andar siempre a la gresca con el ciudadano común y corriente, al que se acusa de colaboracionismo con las fuerzas del mal, y de ejercer el oficio más repetido y cansino de cuantos existen, el de tocapelotas. Estas pataletas de niñato que consisten en llenar edificios de pintura, esparcir confeti sobre asambleas plenarias o encadenarse a una vía de tren no convierten a quienes las practican en personas más concienciadas ni útiles que el mero vecino responsable que echa la botella en el contenedor de vidrio y los pañales usados en el correspondiente a los desechos orgánicos. La era del terrorismo mediático y la telebasura les ha enseñado que un producto acrecienta su eficacia cuantas más veces aparece por televisión, y se equivocan. Yo les invito desde aquí a invertir sus energías, sin duda nada despreciables, en limpiar playas, alimentar focas o instruir en los rudimentos de la doctrina verde a quienes aún no posean un cromatismo adecuado; y a los monumentos que los dejen tranquilos, que ya bastante tienen con la avalancha de turistas que les cae encima cada año.

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