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Columna
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Personajes

Algunos analistas de la sociología política actual consideran sorprendente la facilidad con que las sociedades democráticas pierden la compostura en ciertos momentos de su historia y se dedican a votar a personajes tan peculiares como Carlos S. Menem, Hugo Chávez, George W. Bush o Silvio Berlusconi. Son los mismos que aún se muestran perplejos ante los insignificantes (cuando no, positivos) efectos electorales que la corrupción política suele tener en las filas de la derecha española.

Están equivocados. No hay ningún misterio en ello. La corrupción, como solución individual a los complejos problemas de la existencia, el donjuanismo hortera que sólo proporciona el dinero o el poder, la necesidad de destrucción total del contrario, o la admiración por ese populismo, dadivoso y ausente de todo argumento racional (que algunos ejercen con enorme prestancia), conectan con los anhelos más profundos del ser humano.

En realidad, tanto unos como otros, son percibidos por éste como simples atajos para alcanzar de manera rápida y fácil todo aquello que, en el fondo, desea poseer, y que sin embargo el sistema político, tan burocratizado como frío, tan injusto como desprestigiado, le niega por las vías consideradas normales.

Carlos, Hugo, George y Silvio le muestran el camino más corto para lograrlo por diferentes vías (no exentas de grandes dosis de imaginación creativa). Y si ellos lo han hecho, ¿por qué no va a conseguirlo él también algún día? Según parece, muchos estudios no se necesitan para ello.

Es verdad que, a veces, en muy contadas ocasiones, dentro de esa inmensa ciénaga en la que tiende a convertirse el ejercicio de la política (con el acuerdo explícito y entusiasta de sus electores), surge alguien que propone un cambio consistente y creíble (casi siempre porque cuestiona las raíces mismas del sistema que le encumbra al poder), y, de repente, enciende una pequeña llama en el anómico cerebro del votante anestesiado. Quizá sea la justicia, piensa éste ahora, en lugar de los privilegios o las corruptelas, la que por fin resuelva mis problemas de la manera más eficiente. Y es entonces, y sólo entonces, cuando propicia el relevo durante un breve lapso de tiempo.

Naturalmente, sabemos que lo hace por mero interés personal, y no por principios, como sería deseable. Pero, a efectos prácticos, lo que importa es que lo hace. El irresistible ascenso de Barack Obama, y de algunos otros personajes históricos, que podrían contarse con los dedos de una sola mano, probablemente responda a este esquema de comportamiento.

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Pero reconozcamos que, al margen de estos periodos estelares de la Humanidad, el resto del tiempo el encefalograma social se mantiene relativamente plano y estable.

Vean, si no, el caso de Claudia Cardinale, representante genuina de la llamada clase media italiana. La actriz acaba de referirse, en estas mismas páginas, al fenómeno Berlusconi, desde la indiscutible autoridad que le proporciona haber sido uno de nuestros grandes mitos eróticos de la era pre-globalización. Berlusconi, ha dicho ella, "es muy inteligente y tiene mucho éxito. Sabe lo que quiere". Es decir, que es claramente partidaria. Como la mayoría de los italianos, por cierto.

Aunque, en el caso de Claudia, su opinión tiene bastante más peso que la media. No olvidemos que fue la protagonista indiscutible de El Gatopardo, la obra cumbre (en realidad, la única) del gran maestro G.T. di Lampedusa, el verdadero inspirador de la filosofía del acomodo ideológico y del cambio de chaqueta que tanto juego ha dado en la política española desde la época del Generalísimo (q.e.p.d).

O sea, que si ella lo dice, yo me lo creo.

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