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Columna
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Moda en campaña

Andaba por Sevilla el miércoles un individuo vigilado por la policía (por "la unidad de delitos económicos", precisan las insinuaciones), amigo de sobornos y de sobornados, traficante de influencias con los suyos y con los enemigos. Además juega al pádel con supuestos delincuentes, y no sé si los acusadores consideran peor frecuentar delincuentes o practicar esa especie de tenis con pala de palo y pelota de esponja, idóneo para recintos cerrados. El sospechoso no era tema de conversación en los bajos fondos, sino en el Parlamento andaluz: el consejero de Innovación de la Junta, el socialista Soler, señalaba los posibles delitos del popular Arenas, y respondía así a las acusaciones de nepotismo lanzadas por el PP contra el antiguo presidente Chaves, que habría subvencionado indebidamente a la multinacional para la que trabaja su hija. Lo contaba el viernes en estas páginas Isabel Pedrote.

El Parlamento repetía el más común de sus modelos de debate, el más aburrido de todos los debates posibles y el asunto más espectacular en las discusiones parlamentarias, siempre de moda: la presunta delincuencia de los diputados. La oratoria parlamentaria volvió a convertirse en trifulca tabernaria y novela criminal básica. Es tiempo de elecciones europeas, y estamos en los últimos días de campaña, y quieren recordarnos el tipo de gente por la que hay que votar. ¿No se dan cuenta de que algunos ciudadanos sienten aversión ante lo sucio? O se han dado cuenta, y por eso gritan pero no dicen todo. En el mismo choque, Pizarro, consejero de Gobernación, advirtió al PP: "Nosotros también sabemos cosas de familias del PP, así que tengan cuidado por donde entran, porque donde las dan, las toman".

¿Conoce el consejero actos políticamente deplorables que no quiere nombrar? ¿Alcanzan esos actos la categoría de delito? ¿Calla para que callen los otros? ¿Lo hace por compañerismo, puesto que todos se ganan la vida en el mismo oficio? ¿Pide discreción? Hace tres semanas, el 6 de mayo, Lourdes Lucio contó en este periódico que el PP solicitaba información sobre 114 empresas que recibieron de la Junta ayudas reembolsables por 72'5 millones de euros, y el PSOE gobernante se resistía a dársela, "no fuera a utilizar el PP los datos como munición política". Según el antiguo consejero Vallejo, el asunto exigía "una gran discrecionalidad", y seguramente quería decir "discreción", que no es lo mismo, y que fue lo que pediría más tarde su sucesor, Soler. Discrecionalidad significa actuar sin reglas precisas. Discreción implica reserva, prudencia, tacto.

Yo debo de tener una idea errónea sobre la Administración pública, y pienso que los fondos públicos habrían de distribuirse con prudencia, pero también con transparencia y publicidad. El secretismo conduce de la discreción a la discrecionalidad, al capricho, al negocio turbio que no permite demasiada franqueza. Y entonces los interesados, los políticos profesionales, se enfangan en acusaciones mutuas de delincuencia de clase alta. Se agarran a una subvención de 10 millones, o al regalo de un reloj de 1.500 euros, que, según sugiere el PSOE, habría recibido Arenas del supuesto jefe de una millonaria trama corrupta relacionada con el PP. Los relojes les encantan al PSOE y al PP, y, por lo que se aprecia en las fotos, sus miembros principales usan cada vez relojes más mastodónticos, aparatosos y acorazados.

Es como si el reloj fuera la insignia de la profesión política en tiempos de decisionismo y liderazgo, dos palabras tan de moda como los relojes con aspecto de búnker de acero y oro. El reloj, descomunal, alcanza el tamaño del ego del líder, y quizá sea una metáfora de las fantasías masculinas de talla y potencia. Líder y decisión eran dos palabras que le encantaban a Carl Schmitt, el sabio jurista conservador que con sus teorías precedió a Hitler, y ahora son conceptos clave en los cursos de asertividad (otra palabra de moda en el mundo empresarial).

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