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Columna
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Mala conciencia

Cómo no tener mala conciencia, cómo no sentirse un egoísta, un tirano, un ciudadano incivil con los vecinos, un madrileño displicente y envidioso, un español reprochable, un enemigo del planeta. Esta primavera estamos especialmente rodeados de apelaciones a nuestra bondad, a nuestra consideración hacia los músicos, hacia el medioambiente, hacia el espíritu olímpico, hacia los derechos de los animales... Uno se reconoce un ser vil si no secunda la causa de decenas de colectivos que nos demandan incesantemente ahorro, solidaridad, unión, reflexión y acción.

En la desembocadura de Gran Vía con plaza de España hay un expositor publicitario exhibiendo un cartel donde una chica espectacular con stilettos dorados y un vestido de noche que desnuda las piernas, y el hombro, toca lascivamente el botón de una pantalla de plasma. El reclamo erótico funciona, pero las burbujas de la libido se desbravan en cuanto leemos bajo la foto que el Ayuntamiento nos pide no dejar la televisión en stand by para ahorrar energía. Nuestra desazón no radica en que el anuncio se desmarque del ofrecimiento de un producto o una actividad placentera, sino en saber que al llegar a casa no renunciaremos a la comodidad de encender y apagar la tele sólo con el mando.

Si eres madridista y deseas que los ingleses ganen al Barça, ¿eres una mala persona?

Pongamos que hemos llegado a plaza de España provenientes de la FNAC, donde acabamos de debatirnos entre comprar o emulear el último recopilatorio de Antonio Vega, un disco cuyo libreto nos recuerda precisamente que hay que evitar las descargas ilegales. La mayoría de la gente hace años que no compra un CD. Ahorra ese dinero gastando energía mientras su ordenador baja música y películas 24 horas al día. Si al final opto por unirme a las hordas de ciudadanos que han desertizado la planta de discos de la FNAC y decido descargármelo en lugar de pagar 18 euros, ¿soy un desconsiderado? ¿Un rastrero? ¿Un delincuente? (¿Y si además no apago el stand by?).

Ahora supongamos que en plaza de España hemos cogido el coche y estamos parados en un semáforo frente al edificio de Correos, con sus carteles de Madrid 2016. Imaginemos que, de repente, tomamos conciencia de no sentirlo en nuestros bones, de no compartir la corazonada. ¿Somos, de verdad, madrileños desterrables por no desear que nos den los Juegos Olímpicos, por no estar seguros de querer pasar por ese siroco turístico, publicitario y urbanístico? ¿Somos unos insensibles sin corazón? ¿Sufrimos una grave osteoporosis emocional?

Abandonamos entonces la Castellana para tomar la M-30, donde los carteles informativos luminosos aleccionan: "Usa el transporte público". Todos los conductores leyendo el consejo, la advertencia, la reprimenda, sintiéndonos unos terroristas medioambientales, contaminando acústica y gaseosamente la ciudad sin ninguna consideración con el resto de los vecinos, con las generaciones venideras. Simplemente porque nos podamos permitir un coche, porque creamos que nuestro tiempo es más valioso que el de los usuarios del abono transporte o nuestra comodidad un privilegio irrenunciable.

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Así que nos salimos en Ventas y allí emerge la plaza de toros majestuosa y soleada en plena fiesta de San Isidro, una celebración acompañada de la primavera y del recuerdo de algunas tardes en las que acudimos al tendido con olor a puro y a albero. Las corridas como postales televisivas de la infancia y como reducto de una cultura única, espiritual y festiva; un espectáculo ancestral y verdadero con una belleza, una liturgia y un idioma propio. Y cuando me dan ganas de volver a las gradas de piedra me acuerdo del último artículo de Ruth Toledano en este espacio del periódico, o del penúltimo, o del próximo, sus alegatos contra la tortura de los animales. Textos, lo sé, cargados de razón y justicia, enhebrados de argumentos irreprochables denunciando la barbarie. Pero, sin embargo, no puedo negar la atracción por la lidia, mi fascinación por su estética y su mística. Así que, de nuevo, me asalta la culpabilidad.

Esta ciudad es dura con los débiles de conciencia, con los vulnerables a los llamamientos, las recomendaciones, los toques de atención. Hoy es difícil atravesar Madrid sin padecer remordimientos, conservando la moral ilesa, llegar a casa y sin sentirse un poco miserable. Mañana juega el Barça la final de la Champions contra el Manchester. Si eres madridista y deseas que ganen los ingleses, ¿eres una mala persona?

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