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Columna
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Juntos y revueltos

Circula de nuevo en el ambiente, por aquí y por allá, con más o menos intensidad y acogida, el viejo debate acerca de la conveniencia de que niños y niñas, chicos y chicas se escolaricen por separado. Los partidarios (serios) de ese plan suelen aducir razones de "rendimiento": separadamente los alumnos aprenderían mejor, los programas podrían ajustarse con mayor precisión a la edad y a los procesos de madurez, y se desactivarían prejuicios o estereotipos arraigados como el de considerar que hay materias masculinas y otras femeninas, lo que en la práctica puede cohibir ciertas opciones de aprendizaje o incluso dañarlas permanentemente. En fin, que en el seno de una clase mixta, la persistencia de este tipo de prejuicios podría hacer, por ejemplo, que una chica no sacara buenas notas en matemáticas, no quisiera sacarlas, por temor a que destacar en ese territorio ajeno la perjudicara dentro del grupo, la convirtiera en diferente o menos popular. Y lo mismo a los chicos en el caso de las asignaturas consideradas femeninas.

No soy en absoluto partidaria de esa opción segregada, entre otras razones porque la escuela debe ser anticipo de la vida y (buen) augurio de la sociedad; es decir, debe fundar adquisiciones fundamentales, capaces de orientar en la edad adulta; y entre esas adquisiciones esenciales se encuentra la de aprender a estar juntos, a convivir, hombres y mujeres, en equilibrio, respeto e igualdad. Instaurar esos valores educativos desde el principio, desde el parvulario mixto, me parece la mejor manera, por no decir la única, de erradicar prejuicios, de liberar a las generaciones futuras de la aún pesadísima carga de las discriminaciones y discordias de género. La mejor manera también de desactivar en vivo y en directo cualquier inhibición o penalización basada en obsoletas cantinelas del tipo: "los chicos son de ciencias y las chicas de letras, y los trasvases entre ambas tienen que considerarse excepcionales cuando no anómalos".

Esta preferencia por la escolarización mixta es la mayoritaria y la oficial en nuestra sociedad, y la ola segregacionista no tiene empuje para amenazarla. Pero no creo que haya que dejar pasar esta ola (por pequeña que sea) sin más, sino aprovecharla, orientar su debate hacia el interior de nuestro sistema educativo mixto no para cuestionarlo pero sí para revisarlo e interrogarlo a fondo, para evidenciar sus (posibles) contradicciones de género; o lo que es lo mismo, para poner de manifiesto las segregaciones que aún pueden agazaparse y perpetuarse bajo la tranquilizadora superficie de la igualdad, de la mixtura educativa formal. Para comprobar, en definitiva, si o qué o cuánto falta aún (y me temo que aún falta) para que nuestros niños y niñas, chicos y chicas, se escolaricen no sólo juntos sino además revueltos, en contextos educativos definitivamente superadores de los estereotipos de género, inmunizadores contra cualquier deriva sexista.

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