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Columna
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Jaimito en clase

Zapeando en la penosa búsqueda de asuntos interesantes o novedosos en el televisor caemos a veces sobre informaciones poco dramáticas y de cuestionable reclamo del interés personal. Por ejemplo, cuando exhiben una clase infantil, en centro oficial o concertado. Vemos a un puñado de criaturas, de ambos sexos, atareadas, con voces corales en inglés o, si son muy pequeñas, sentadas por los suelos y garabateando en pizarras o papeles. La verdad, tienen poco interés y parece que estamos viendo siempre a los mismos niños, a parecidas profesoras o monitoras.

Cambiamos de canal pensando nebulosamente en el porvenir que espera a esos menores y cuánto ha variado el sistema de la primera enseñanza, desde los remotísimos tiempos de mi niñez. Se llamaba a aquello aprender las primeras letras y era una concisa y exacta definición. En el Madrid de esos tiempos proliferaban las escuelas, unas municipales y otras privadas, lo que significaba que un maestro o una maestra se establecía en un piso y abría escuela, supongo que tras cumplimentar los trámites legales precisos para ello. Yo fui, siendo poco más que un bebé, en el pueblo manchego donde nací, a un colegio de monjas, del que no tengo otro recuerdo que una foto amarillenta donde aparecía inmortalizada la casi totalidad del centro. La mayoría tenían aire asustado, morenos, casi renegridos, algunos con pinta de pequeños brutos. Ya con tres o cuatro años nos instalamos en Madrid y de ahí viene mi primera memoria, de una escuela como la descrita, en la calle Imperial, medianera con el parque de bomberos que me parece continúa allí asentado.

Han desaparecido las figuras de la maestra y del maestro que eran muy mal pagados

Creo firmemente que la educación recibida en los primeros momentos de la vida condiciona el resto de la existencia. Los niños, es una obviedad, aprenden con enorme rapidez en esa e inmediatas etapas, y leí hace poco que el momento puntero del aprendizaje ronda los 20, 22 años, algo que confirma lo que creí haber descubierto solo. Lo que se asimila después son capas, más o menos densas, de conocimientos, la mayoría innecesarios, con alto riesgo de olvido.

Aquellos fetos supervivientes, los que pasaron la prueba letal de la viruela, el garrotillo, sarampión y cuantos obstáculos se oponían al crecimiento de la población, adquirían en la primera escuela sabidurías vitales que, me parece, ya no se imparten en la actualidad. Por lo pronto, en su prístina esencia, han desaparecido las figuras de la maestra y del maestro que, por regla general, eran beneméritas criaturas, muy mal pagadas, que habían de echar mano de su vocación para la tarea de desasnar y meter en vereda a tantas generaciones de infantiles analfabetos.

El campamento base era el hogar, donde los padres imbuían en los retoños ciertos modales hoy desconocidos. Entre otros, el respeto hacia el maestro o maestra, a las personas mayores, la deferencia, no siempre justificada, hacia los ancianos, el guardia, etcétera. Con el fin de mantenerlos entretenidos, dominando en lo posible la hiperactividad de la corta edad, les tenían largos ratos cantando piezas folclóricas, religiosas, didácticas. La hora del recreo no siempre era a cielo abierto, pero cualquier lugar resultaba idóneo para que retozaran los infantes y perpetraran las maldades propias de su tierno estado.

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Sospecho que ha cambiado más el estamento docente que la chiquillería, a la que se podía aplicar un pescozón o castigar de cara a la pared. Cosa que horripila hoy a los pedagogos.

Escribo más arriba acerca de la enrevesada personalidad de la gente menuda. Me viene a las mientes un chiste de Jaimito, un popularísimo personaje, resumen de todas las travesuras infantiles. Era perezoso, llegaba tarde incluso la mañana en que el señor maestro, don Ramón, anunciaba la visita del inspector y pedía a los alumnos que omitieran el saludo diario: "¡Buenos días, don Ramón!", por respeto a la autoridad académica esperada. Jaimito se sentó ante su alejado pupitre y, creyendo que el resto clamaría el saludo cotidiano, lanzó en solitario un "¡Buenos días, tío cabrón!". Hoy no pasaría tal cosa. A lo sumo, Jaimito le atizaría un golpe al profesor con un bate de béisbol.

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