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La agilidad del ministro

La reforma de nuestra justicia requiere tiempo. Y tiempo es lo que también necesita la propia actividad de administrar justicia, que exige la tramitación de un procedimiento, que no es sino una sucesión de actos del juez y de las partes afectadas por un litigio y que tiene lugar de forma ordenada y sucesiva.

El problema, sin embargo, reside en que la inevitable dilación temporal del proyecto de modernización de la justicia, anunciado por el ministro Francisco Caamaño, no debiera extenderse más allá de lo estrictamente necesario pues, si recordamos esa frase hoy ya conocida por todos de que la justicia lenta no es justicia, tampoco una reforma judicial tardía serviría de mucho.

Resulta, pues, esencial encontrar un justo punto de equilibrio en el que entre todos podamos implementar los recursos y los medios que consigan una decidida celeridad en la tramitación política de las reformas. Y así, por fin, podamos ver el horizonte insólito de un panorama judicial presidido por la transparencia, la eficacia y la celeridad.

Si la justicia lenta no es justicia, una reforma judicial tardía tampoco servirá de mucho

Suele pensarse como burda aproximación al problema de la lentitud de la maquinaria judicial, que su solución pasa por acortar los procedimientos judiciales. Sin duda, ello tiene algo de cierto, pero no debe olvidarse que, en el seno de un Estado constitucional de Derecho, un procedimiento judicial requiere de inevitables trámites de audiencia a las partes en condiciones de igualdad (principios de contradicción y defensa), del cumplimiento de las fases probatorias o del derecho a los recursos, entre otros. Si estos tiempos necesarios del procedimiento fueran eliminados esto implicaría la desaparición del proceso tal y como lo concibe nuestra Constitución (artículo 24) y, en consonancia, nuestras leyes de enjuiciamiento.

Además de ser ágil, una justicia de calidad debe garantizar el acceso de los ciudadanos. Sin embargo, la Administración de Justicia en nuestro Estado autonómico de hoy es lenta, cara y poco habituada a la transparencia y a la información.

La superación o mejora de todos estos déficit requiere del consenso de todos. Con esta intención se suscribió, en el año de 2001, el Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia, al que algunos contribuimos desde distintos sectores del conocimiento profesional y político, y que, ocho años después, se sigue reclamando para afrontar los problemas de la justicia, a través de la reciente aprobación de una proposición en el Congreso de los Diputados a favor de un gran acuerdo entre todas las fuerzas parlamentarias.

Ahora bien, existen otros elementos determinantes de esta lentitud y mal funcionamiento de la Administración de Justicia que habría que erradicar. Destacan a mi juicio dos: la dificultad técnica de aplicación actual de nuestras leyes de procedimiento por un lado, y la consecuente ineficacia de nuestro actual esquema administrativo de organización judicial.

En relación con el primero, hay que destacar el esfuerzo normativo llevado a cabo a lo largo de estos últimos años para reformar íntegramente todas las normas de procedimiento (laboral, contencioso-administrativo y civil), a excepción de la vetusta Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882. Sin embargo, a pesar de todas estas reformas, sigue pendiente todavía la definitiva redefinición del recurso de casación, que lleve a los Tribunales Superiores de Justicia el conocimiento de la última instancia dentro de cada comunidad autónoma, quedando residenciada en el Tribunal Supremo la casación en sentido estricto; es decir, el recurso extraordinario por el que se alcanza la unificación de la doctrina y el control de la legalidad del ordenamiento, sin convertirse, como sucede actualmente, en una ulterior instancia de revisión, y poniendo fin con ello a la insoportable dilación que padecen los asuntos en nuestro más alto tribunal.

Por lo que se refiere al segundo de los factores determinantes del actual mal funcionamiento de la Administración de Justicia, es decir, la probada ineficacia de la oficina judicial y la incorrecta distribución del trabajo entre los funcionarios a su servicio, desde hace tiempo se está trabajando en un nuevo diseño de la oficina judicial que además de racionalizar el trabajo, procure la especialización de sus funcionarios y separe de la oficina judicial de tramitación estrictamente procesal las unidades administrativas, encargadas de una pura labor de gestión y control del servicio.

En todo caso, resulta evidente que no es posible abordar una mejora de la justicia en lo que a su celeridad se refiere sin un importante esfuerzo inversor en medios técnicos y materiales, en el incremento del número de jueces, magistrados, fiscales, secretarios judiciales y demás personal implicado en lo que debería ser una moderna y ágil tramitación de nuestros procedimientos.

Confiemos pues en la agilidad demostrada por el nuevo ministro de Justicia, quien nada más ser nombrado para el cargo anunció un esfuerzo económico cifrado en más de 600 millones de euros y que acaba de ser confirmado por el propio presidente del Gobierno en el debate sobre el estado de la nación celebrado hace unos días.

Ojalá todo ello sirva para que en los próximos años los ciudadanos puedan disponer de un aparato judicial mucho más ágil que el que actualmente tenemos.

Alfonso Villagómez Cebrián es magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Galicia y miembro de Jueces para la Democracia.

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