La digestión del policía proletario
Pier Paolo Pasolini escribió mucho, muchísimo: poesía en friulano e italiano, ensayos, guiones, cientos de artículos de prensa, novelas, un libro inclasificable (Petróleo). También dirigió una docena de películas, de las cuales al menos una, Uccelacci e uccellini, merece sobrevivir. Su instante intelectual supremo, y ésa es una opinión personal, se produjo en 1968, durante la revuelta estudiantil. Pasolini, hijo de soldado y maestra, ex militante comunista, inequívocamente de izquierdas y homosexual en una sociedad homófona, tuvo el valor de ponerse del lado de la policía. Razonó que los policías eran proletarios mal pagados y sometidos a la tiranía jerárquica, mientras los estudiantes eran hijos de papá en pleno alboroto hormonal. Hubo algo de boutade en aquella afirmación, pero nunca he dejado de recordarla.
En la literatura policial trato de identificar al auténtico proletario de la historia. Y me gusta que sea el policía
Busco, cuando leo literatura policial, identificar al auténtico proletario de la historia. Y me gusta que sea el policía. No me valen subterfugios como el alcohol, la soledad o el desengaño: quiero ver una auténtica denominación de origen. La mejor, me parece, es la comida.
Entre mis autores favoritos figura Chester Himes, por su ciclo de Harlem. Himes (1909-1984) nació en una familia de clase administrativa, pero era negro, había cumplido siete años de trabajos forzados por atraco a mano armada y mientras vivió en Estados Unidos no dejó de ser un marginado. Escribió las novelas de Harlem, culminadas con la extraordinaria Un ciego con una pistola, en París; quizá por eso fue capaz de retratar con tanta brutalidad, humor y surrealismo la violencia de la sociedad estadounidense.
Sus dos detectives negros, Sepulturero Jones y Ataúd Johnson, son dos tipos cínicos y, sin embargo, estupefactos ante la realidad, capaces de torturar a un detenido, continuamente abroncados por un jefe blanco y despreciados por la comunidad en la que trabajan: en Harlem se les considera sirvientes de los blancos, sicarios de un poder racista. Ellos, por supuesto, saben que lo son.
Pero a Jones y Johnson no se les ocurriría jamás comerse una hamburguesa con queso, comida de blancos, y ni siquiera piensan en cosas más selectas. A ellos les gusta comer en el figón de Mama Louise, donde sirven comida para negros pobres: cuello de pollo, pies de cerdo, tripas, chicharrones, todo con mucha grasa. Me basta saber lo que comen para comprobar que son los proletarios de la historia y que estoy de su lado.
Lo mismo me ocurre con Plinio, el policía municipal de Tomelloso creado por Francisco García Pavón. Sabe que le toca ejercer de sicario y lo hace, con grandes dosis de ironía y escepticismo. En cierta forma llega a convertirse en una autoridad local; sus gustos, pese a ello, siguen siendo los del chavalín que trabajó en el campo. Lo suyo son las gachas, las migas, los gazpachos galianos, la cabeza de cordero, las chuletillas. Nunca se le pillará con un filete a la pimienta en el plato. Su devoción por los fogones rústicos ha permitido editar un libro, La cocina de Plinio (Editorial Rey Lear, 2009), con pasajes y recetas.
Curiosamente, el único detective que hizo de la cocina un leitmotiv, Pepe Carvalho, poseía una gran cultura gastronómica, pero carecía de gustos concretos. Su creador, Manuel Vázquez Montalbán, explicaba en el prólogo a Las recetas de Carvalho (Planeta, 1989) que la cocina era, para él, una metáfora de la cultura "y su contenido hipócrita". Acto seguido afirmaba que Carvalho, "por la plebeyez de su paladar original", prefería "los platos hondos", aunque, pese a que su comida favorita era la "popular, pobre e imaginativa de España", se había decantado por lo "gastronómicamente ecléctico". Ésa era, según Vázquez Montalbán, la "única connotación posmoderna" de Pepe Carvalho.
No estoy de acuerdo. Como gallego, ex agente de la CIA (Yo maté a Kennedy) y residente en Barcelona, Carvalho tenía todo el derecho al eclecticismo culinario. Lo que comía, en cualquier caso, no constituía su "única connotación posmoderna". De hecho, casi todo en él, pese a sus comilonas, sus puros, su cinismo y su piromanía bibliófoba, transpiraba eurocomunismo, es decir, posmodernidad aguda, por efímera que ésta fuera.
Carvalho era un detective privado, un profesional por cuenta propia. Tal vez por eso no sea posible incluirle entre los policías pasolinianos, los proletarios que, por ineluctables e indiscutibles razones de la historia, tienen razón incluso cuando están en el bando equivocado.
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