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Columna
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Ya veremos

A las 4 de la madrugada del día 23 de abril, me despertaron unos golpes en la puerta de mi habitación de hotel:

-Tu padre vuelve a sangrar por la nariz.

Era mi madre. En camisón ella, y yo en pijama, bajamos a la habitación de mi padre, que rezongaba de un lado al otro, cubriéndose la nariz con una toalla llena de sangre. Todos los demás dormían.

El día anterior ya había sangrado un poco -después de dejar el legado en el Instituto Cervantes, en medio de un tumulto de periodistas, y también después de comer, en el restaurante El Bierzo, cuyo libro de honor se quedaría sin firmar-, y nos habíamos acercado a la clínica de la Concepción para tratar de localizar la rotura y cauterizarla, y así ahorrarnos el mal trago de que volviese a ocurrir en alguno de los actos programados, o peor aún, durante su discurso el día anunciado. Pero mientras esperaba turno en urgencias la nariz dejó de sangrar, y no pudieron encontrar el escape, así que tapón de algodón y de vuelta al hotel para cambiar de camisa y seguir con la agenda. Parecía que el susto se iba a quedar ahí, pero la víspera se abrió de nuevo, esta vez de forma más caudalosa y por ambos orificios. Pensamos en llamar a una ambulancia, pero nos preocupaba que nos hiciera perder demasiado tiempo y nervios, así que desde recepción avisaron a un médico de urgencias. Al poco se presentó un cubano de ojos verdes que frenó la hemorragia metiéndole dos algodones a rosca por las fosas nasales, y luego dijo:

-No se los quite en todo el día.

Le explicamos en qué consistía exactamente todo el día que le esperaba a mi padre, pero nada de lo que le dijimos le impresionó ni le hizo cambiar de opinión.

-Es mejor que no se los quite, insistió. -No puedo garantizarle que no vuelva a ocurrir.

Nos miramos los tres, sin saber qué hacer, y a mi padre se le escapó una insinuación compungida y pesimista:

-Pues habrá que llamar y anularlo todo...

Eran las 6 de la mañana y decidí esperar al menos una hora para las primeras llamadas de socorro. Mi madre volvió a la cama y nosotros pedimos el desayuno, que el amable recepcionista nocturno se prestó a prepararnos personalmente. Café con leche, zumo y tostadas. Mientras, en la pantalla del televisor, el canal CNN+ anunciaba: "Marsé recoge hoy el Cervantes de manos del Rey".

-Ya veremos, decía mi padre, con las narices taponadas, tratando de comer y respirar a la vez. -Ya veremos.

Pero una hora después una única llamada tempranera fue suficiente, y su beneficioso efecto se fue desplegando más o menos así: nos vinieron a buscar. El médico del Ministerio de Cultura le hizo un apaño más aparente. La enfermera le tranquilizó. La tensión no había subido y las pulsaciones eran normales. Nos devolvieron al hotel con el tiempo justo. El chaqué no era tan horrible, después de todo. Ni los zapatos nuevos ni el nudo de la corbata apretaban. El whisky ayudaba, los nietos alentaban y el chofer aceleró.

Y lo vimos. -

Berta Marsé (Barcelona, 1969) es autora del libro de relatos En jaque (Anagrama. 176 páginas. 14 euros). El próximo otoño publicará Fantasías animadas en la misma editorial. Juan Marsé recibió el Premio Cervantes el pasado 23 de abril.

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