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Columna
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Asesinos de palomas

Dejaremos por esta semana las tediosas aventuras de Francisco Camps, todavía acorazado en la frazada de sus trajes a modo de caricatura del Lino que aparecía en las tiras cómicas de Snoopy, para ocuparnos de algo más trágico todavía, vinculado a una memoria histórica no esclarecida del todo en la inmisericorde plenitud de sus detalles. Si los valientes luchadores por la libertad están siendo reivindicados a marchas forzadas por los que tal vez ni siquiera serían sus nietos ideológicos, bien está echar una mirada hacia otras vidas pasadas que huyeron de aquí a fin de no ser descubiertos en la forzada impostura de su imprecisa intimidad.

Lo que sigue no es un cuento de Roberto Bolaño, sino el relato fragmentado de un dolor encanecido. Mediados los años cincuenta del siglo pasado, una joven trabajadora del textil se enamora de un compañero de trabajo, planchador en nómina, con tan mala fortuna que no sabe darse cuenta de que se trata de un homosexual vergonzante que ni siquiera ejerce como tal, circunstancia de la que están al cabo de la calle los compañeros de trabajo que en vano lo invitan a frecuentar a las putas los sábados por la noche. La animosa muchacha, que como es natural desconoce esa clase de detalles, se empeña en que sean novios, a lo que él accede quizás para enmascararse, y así pasan varios años, festeando en fin de semana como adolescentes tardíos que se aman tanto que se limitan a tomarse de la mano por respeto a una intimidad desconocida. Pasa el tiempo, se van haciendo mayores para nada, ella le exige matrimonio, él acepta pero sugiere un aplazamiento de apariencia sensata: se marchará a trabajar a Alemania hasta ahorrar lo suficiente para una boda digna. Lo hace, pero durante años no se sabe mucho de él, salvo que regresa un par de días por Navidad y a veces una semana en verano. Pasa el tiempo, la muchacha hace tímidas indagaciones, suficientes, con todo, para enterarse de que su presunto novio vive en una localidad alemana con un novio verdadero. La historia tiene un final trágico que no contaré ahora. ¿Amar es dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere? Lo cierto, en esta historia, es que una muchacha adorable yerra en una elección que toma por definitiva mientras que el elegido se ve obligado a huir para ahorrarse la vergüenza de admitir una orientación sexual que puede satisfacer sin obstáculos ni pena en otro lugar, en otro país. No hay moraleja, pero sí alguna que otra breve observación.

Y aquí es cuando uno se queda sin tema, porque se trata de reivindicar ¿qué asunto? ¿La famosa memoria histórica, de la que Zapatero conservaría su versión doméstica más entrañable? ¿La de los que sobrevivieron al universo concentracionario de los nazis (Jorge Semprún, sin ir más lejos, ha vivido casi toda su vida a expensas de un relato que ha sabido dosificar y rentabilizar como nadie, a veces de una manera un tanto cursi, lamento decirlo) para contar lo suficiente del horror? Está por hacer, que yo sepa, entre la memoria del exilio español de posguerra, la relativa al número y características básicas de los numerosos homosexuales obreros que emigraron a diversos países europeos a partir de los cincuenta en busca de trabajo pero también de un destino más noble para su vida sentimental. De esos otros exiliados, esos otros emigrantes, cuya invisibilidad es todavía hoy pasmosa. Supongo que serían más numerosos que las lesbianas, y en todo caso las mujeres no acostumbraban a emigrar por periodos prolongados. Y eso por no insistir en la historia de las presuntas novias de estos novios fingidos que encontraron al fin al novio verdadero en tierra extraña.

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