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Columna
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La corrupción siempre es ajena

Qué interesante observar cómo se escandalizan los unos de las corrupciones de los otros. Pero qué desolador advertir la indulgencia que prodigan hacia los propios corruptos. Se confirma una vez más aquel dictamen de Washington sobre el dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Al comienzo se le denominaba como a son of the bitch pero a continuación se añadía el matiz de que era our son of the bitch. Matización que paralizaba cualquier descalificación práctica ya que el pronombre posesivo our, brindado por los responsables de aquella Administración americana, le confería el tratamiento que allí y aquí se reserva a quien puede considerarse "uno de los nuestros". La expresión "es de los nuestros" viene cargada de resonancias peligrosas, que producen desencadenamientos mecánicos y activan reflejos instantáneos en cuerpos tan diversos como la mafia o la legión. También se manejan para instar al cierre de filas en los partidos políticos, las organizaciones sindicales, empresariales, religiosas o deportivas. Ahora mismo lo estamos viendo.

Proliferan los imputados, se acumulan las pruebas y los afectados siguen atornillados a sus puestos

Una vez más se confirma que la autenticidad de los compromisos anticorrupción tiene su verdadero contraste en la manera como se aplican los niveles de autoexigencia dentro de las propias filas. Nos duelen los oídos de escuchar las proclamas sucesivas de los partidos acerca de su incompatibilidad con la corrupción, ante la que siempre los responsables de las organizaciones afectadas fingen sorpresa. Así, cuando estalló el caso Filesa los socialistas vinieron a decir que no estaban preparados para entender que entre ellos arraigara la corrupción. En términos parecidos se han expresado también los del Partido Popular. Recordemos con qué despliegue de irritación José María Aznar, al poco de su primera victoria electoral, compareció en Quintanilla de Onésimo para declararse ajeno a la corrosión de los metales. Análoga contundencia empleó Mariano Rajoy para comparar la limpieza de su partido frente a la suciedad del PSOE a propósito, por ejemplo, de lo sucedido en el Ayuntamiento de Marbella.

Cuando quien tiene problemas es el adversario enseguida se formulan las exigencias más estrictas. Se piden dimisiones instantáneas sin ofrecer siquiera la posibilidad de que el imputado presente un pliego de descargo y se reclama la asunción de responsabilidades políticas al más alto nivel. Pero si el humo sale de la propia casa se intenta por el contrario el disimulo, la invalidación de los denunciantes, la descalificación del juez y la reclamación del secreto del sumario. Se prefiere la presunción de inocencia y el aplazamiento de cualquier medida hasta que se hayan pronunciado de manera definitiva los tribunales. Se adoptan actitudes inconmovibles ante las pruebas más irrefutables. Y si el tesorero del partido comparece en la sucursal bancaria para ingresar 300.000 euros en billetes de a 500, la secretaria general aduce que es una experiencia común y que a cualquiera le puede pasar. Es un proceder que parece imbuido de aquel principio del cinismo más castizo enunciado por Cela según el cual en este país el que resiste gana.

Los mayores de la clase recordarán otros tiempos cuando los gitanos iban por el monte solos. Entonces, a la altura de marzo de 1999, el presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, hizo un pronunciamiento rotundo a propósito de las prósperas actividades privadas de Enrique Villoria, concejal de Obras del Ayuntamiento de la Villa con 30 años ininterrumpidos en la corporación municipal regida todavía por el inolvidable José María Álvarez del Manzano. La que se conoce como doctrina Gallardón viene a decir que "las conductas de los responsables políticos, además de adecuarse a la legalidad, deben inscribirse en niveles de autoexigencia superiores a los habituales en otros ámbitos como el del mundo de los negocios". Pero que si quieres arroz...

Proliferan los imputados, nos aturden las grabaciones, se acumulan las pruebas y los afectados siguen atornillados a sus puestos. Aquellas decisiones de renunciar para mejor defenderse sin enturbiar los asuntos del propio partido brillan por su ausencia. Todos se sienten más abrigados al amparo del fuero que remite su procesamiento al Tribunal Supremo o al Superior de la autonomía donde ejercen. En cuanto a Mariano Rajoy, ha dado en considerarse exento, como si nada tuviera que decir, hipnotizado por la mejoría de las encuestas y convencido de que las urnas sólo penalizarán las corrupciones de los demás.

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