Todos tranquilos
La gente está muy preocupada, todas las encuestas lo dicen. Y no es para menos: cuatro millones de parados, de una población activa que ronda los 20 millones es una cifra espeluznante; tanto, que los responsables de lo que llamamos Gobierno de España la dieron por inalcanzable y tildaron de agoreros y profetas de catástrofes a quienes aventuraron que podría quedarse corta. Bien, la catástrofe está entre nosotros y será necesario malvivir con ella, porque lo cierto es que el Gobierno de España poco puede hacer para remediarla.
No es sólo el número; es sobre todo la aterradora velocidad con la que hemos alcanzado esa fatídica cifra el motivo de preocupación. El hundimiento del empleo es tan catastrófico, y los dramas humanos que arrastra tan graves, que sobran las ironías en torno a la capacidad predictiva de nuestros gobernantes, a su irreprimible tendencia a afirmar como quien está en el secreto del asunto que jamás se alcanzará tal o cual cifra, a ese trato a la ciudadanía tomándola por menor de edad.
Pero, sin ninguna ironía, será preciso decir que haber llegado a esa cifra deja desnudos a quienes pretendieron tranquilizar repitiendo una y otra vez que aquí estábamos mejor preparados que el resto del mundo para afrontar lo que viniera. Porque a lo que nos enfrentamos no es sólo a una coyuntura inducida desde fuera, sino a los límites, anunciados por voces autorizadas, de nuestra economía, que no está en condiciones de romper la ley de hierro por la que, cuando crecemos, vamos algo más rápidos que nuestro entorno, pero cuando caemos, es más profundo el abismo: así fue en los años 70; así, de nuevo, en los 90; y así, ahora, con la destrucción en un solo trimestre de más de 700.000 puestos de trabajo.
En estas circunstancias, nuestra clase política se encierra en un peligroso ensimismamiento. Asediados por el diluvio de trajes a medida y espías a sueldo, los dirigentes del PP, que habrían podido remontar el vuelo a favor de sus buenos resultados de Galicia y de su muestra de responsabilidad en Euskadi, no hacen más que dar vueltas sobre sí mismos, a ver si de una vez escampa y se conjura el maleficio. Su respuesta a la corrupción recuerda la que hundió al PSOE a mediados de los años noventa en la abulia y la desmoralización: como si no hubiera otra cosa que hacer más que esperar a los tribunales para salir del embrollo. En tal situación, sus propuestas para la crisis son como agua en el cesto.
El caso del Gobierno es más inquietante porque el encapsulamiento en que fabrica sus mensajes, y la trivialidad de los consejos, impide que su voz recupere aquella autoridad que tanta predicción engañosa ha tirado por los suelos. La colonización de las instituciones por los partidos políticos acarrea la nefasta consecuencia de la pérdida de voces independientes, altamente cualificadas, mientras prolifera el halago o el silencio. Hemos llegado a un punto en que los organismos de control, convertidos en campo de batalla de los partidos, carecen de una voz propia, cuando más falta hace, y callan por no molestar, o repiten las bobadas en curso para no llamar la atención.
El Gobierno tendría que haber animado un gran debate sobre esta situación catastrófica: tenemos equipos solventes y, todavía, algunas instituciones preparadas para alimentarlo. Lo que no tenemos, lo que no tiene nuestra clase política, es la costumbre de oír voces distintas a los eslóganes de la mercadería política. Son de no creer los nervios desatados en las más altas instancias gubernamentales por los propósitos tenidos por el gobernador del Banco de España en una ejemplar, por lo que él dijo y por lo que los diputados con él debatieron, sesión de la Comisión de seguimiento del Pacto de Toledo. Y ¿por qué se pusieron de los nervios y reaccionaron con tanta intemperancia? Pues sólo porque el gobernador, cumpliendo con su deber, no se limitó a repetir como un papagayo que, aunque se hunda el mundo, aquí cobrará su pensión hasta el último de los jubilados.
Estamos metidos hasta el cuello en una crisis profunda que pone en discusión no sólo una política económica basada en el supuesto de un crecimiento perpetuo, sino la estructura entera del sistema económico español: el diferencial respecto a la Europa de los 15, con la que antes nos medíamos, vuelve a ampliarse; nuestra tasa de paro avanza hacia las alturas de los años 70 con el agravante de una recesión; las bases de nuestro crecimiento -los servicios de baja calificación, el ladrillo- están exhaustas. Y lo único que oímos del Gobierno es que todos tranquilos, porque, te juro por lo que tu más quieras, a los cinco millones de parados no vamos a llegar. Eso, seguro.
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