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Reportaje:PURO TEATRO

El 'Blonde on blonde' de Shakespeare

Marcos Ordóñez

Cuento de invierno (The Winter's Tale), de maese Shakespeare, que Sam Mendes y su compañía, The Bridge Project, acaban de presentar en el Español, completando el díptico iniciado por El jardín de los cerezos, es como Blonde on blonde de Dylan o Amanecer de Murnau: 1) una obra maestra en la que 2) nunca sabes lo que va a suceder en los próximos cinco minutos y 3) a la que siempre le encuentras acordes secretos o nuevos ecos. De entrada, un texto que contiene la morrocotuda acotación de "(Sale, perseguido por un oso)" bastaría para llevarme al huerto. Esa punta indica la hondura del ardiente iceberg: una libertad de invención gozosa y continua. Shakespeare, en la etapa final de su vida, reelabora viejos (¿o eternos?) temas y ensaya una nueva forma, el romance escénico, en el que cabe todo: comedia, tragedia, magia, folletín, pastoral, cuento fantástico. Cuento de invierno empieza como una comedia de cuernos, casi la respuesta isabelina a El curioso impertinente: Leontes, rey de Sicilia, pide a su esposa, Hermione, que retenga en la corte a Polixenes, rey de Bohemia y hasta entonces amigo del alma. En el minuto tres, Leontes (Simon Russell Beale: ¿quién, si no?) es un oso arlequinado que trata de espantar, casi a saltitos, las avispas de los celos. En el minuto cinco es un Otelo con Yago incorporado; en el diez, un Lear temible que expande su locura de castigo y muerte. En el minuto veinte nos preguntamos: "¿Cómo hemos llegado a esto, cómo ha podido saltar por los aires este pequeño reino afortunado, cómo estamos instalados de hoz y coz en el desierto?". (Sí, Dylan hizo lo mismo en Stuck Inside of Mobile: fanfarria, círculos concéntricos, vacío). Para los aprendices de actores, amantes de términos como "recorrido emocional" o "arco del personaje", lo que hace Russell Beale en ese primer tercio es arco voltaico, gótico flamígero, cross-country transgenérico, abolición del espacio-tiempo, la leche en pote. Miras el reloj. ¿Veinte minutos, y parece que ya hemos visto tres obras? Espera, ahora entra Paulina (Sinead Cusack: ¿quién, si no?), el aya de Hermione. Parece la Emilia de Otelo pero qué va: esta señora es Hécuba rediviva. Qué furia, qué dolor, qué razón. Y, atentos, otra lección actoral: sin desmelene, sin ópera. Está dispuesta a sacarle los ojos al más pintado (Leontes, mismamente) pero clava sus palabras como un cirujano con bisturí láser. Tercera lección (actoral y de puesta) en esa primera parte: el juicio, con oráculo incluido, a Hermione (descomunal, en todos los sentidos, Rebeca Hall). ¿Cómo dirían que lo monta Mendes? Parafernalia cero, Mendes diez. Una mesa. De pino. Desnuda. Leontes, abatido en la silla de la derecha; Hermione de pie, y creciendo, en la de la izquierda. Plano general, no hay más cáscaras: John Ford lo habría filmado así. Hablando de Ford, vámonos al Oeste, muchachos. El Lejano Oeste es Bohemia, donde hay osos (Gary Powell) como el que devora al pobre Antígono (Dakin Matthews), y un cielo cinemascópico, y una orquestina con acordeón y fiddle, y Autolicus es un tahúr fronterizo, que Ethan Hawke, guitarra en ristre, encarna como Dylan (hoy toca Dylan, por lo visto) interpretaba a Alias en Pat Garret de Peckinpah. Ese cielo azulísimo y naranja, con blancas nubes vagabundas (o cargadas de rayos y truenos) es también el que Rodgers y Hammerstein pintaron a mano en Oklahoma, y esa segunda parte, con sus cantos y bailes, tiene mucho de musical secreto, pero sobre todo de arcadia donde el tiempo, en manos de maese Shakespeare, se ensancha como un gran río. El cielo abierto bajo el que todas las historias son posibles, el gran río de la narración. ¿Maese necesita que pasen, de golpe, dieciséis años? No problem: convierte en Cronos al Viejo Pastor (Richard Easton) que adoptó a Perdita, la hija de Leontes y Hermione. Morven Christie, que en la primera parte interpretaba a su pobre hermano Mamilius, que murió de pena, es ahora Perdita: muere un niño en Sicilia, crece una niña en Bohemia. Y se enamora, como mandan los antiguos romances, de Florizel (Michael Braun), el hijo de Políxenes (Josh Hamilton), que huyó por pies de la cólera de Leontes. ¿Demasiados nombres, verdad? Olvidemos los nombres. Aquí importan las mutaciones, los enredos: Autolicus, ese Puck taimado que ata y desata como una deidad yoruba, se transmutará tres veces para tres engaños. Importa esa zambullida en el paraíso, quizás dilatada en exceso: maese Shakespeare ha vuelto a su propio edén, su bosque de Arden, y se comprende su placer en la enumeración extasiada de flores y plantas, en la continua fiesta de los sentidos. Bien sabe Maese que los paraísos no duran, y ahí está Polixenes, que desaprueba el amor de la pareja y resulta ser tan tirano como era Leontes. Doble metamorfosis, porque Leontes es ahora un Lear cuerdo, sobrevivido, humanizado por el dolor y el arrepentimiento. Adiós, breve Bohemia: volvemos a Sicilia, que Mendes repinta en blanco y negro, con paredes vacías y abrigos enlutados. Por si no hubiéramos visto bastantes maravillas nos queda la estremecedora resurrección última, esa bellísima estatua que tanto y tanto se parece a la reina muerta, a Hermione joven, como detenida en un bloque de hielo, Sad-Eyed Lady of the Lowlands... La maga Paulina conduce al viejo Leontes hasta la cripta... Leontes alarga la mano... ¿Está viva Hermione? ¿Es un sueño, un encanto cruel? Shakespeare no resuelve el enigma. Escuchad los ecos anticipados. Cuando el pastor descubrió a Perdita en una cesta, el río nos llevó a Dickens como la estatua crea a Hoffman. Ahora habla Próspero, aún no nacido, en las últimas palabras de Paulina: "Marchad juntos a compartir vuestra dicha, que yo, tórtola vieja, volaré hasta hacer mi nido en una rama seca, y a mi compañero, al que nunca he de encontrar, recordaré con mi llanto hasta la muerte". Escuchad ahora este silencio. Somos nosotros, conteniendo la respiración en nuestras butacas, corazones atrapados por maese Shakespeare y maese Mendes, y ensanchados como el río, cuando el doble puño suelta su presa. ¡Gracias!

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