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Mantener el consenso catalanista

No hay duda de que Cataluña pasa una etapa política muy poco confortable, a lo que se suma la inconfortabilidad material de la crisis económica. Una parte de este malestar hay que achacarla a las dificultades de gobernabilidad, a las indecisiones de unas coaliciones y unos pactos demasiado complejos, en los cuales la indispensable discusión de ideas y tendencias se presenta contradictoriamente como una garantía ideológica, como un entorpecimiento en la gestión y, a veces, como una desorientadora mezcla de electoralismo partidista y fidelidad de gobierno. Pero, seguramente, la parte más importante de ese malestar corresponde a las escandalosas dificultades en las relaciones entre Cataluña y España, es decir, a la creciente crispación de los diálogos políticos, al trato que Cataluña recibe de un Gobierno central dispuesto a la inicua explotación económica y cultural con trazas de colonialismo salvaje.

El catalanismo, con todas sus variantes, es ahora un sentimiento generalizado. Las agresiones españolas lo han ido alimentando

Con un estatuto en volandas, con unos déficit fiscales insalvables, con insuficiencia de poder para intervenir en decisiones estructurales de gran trascendencia, sometidos mansamente a las sucesivas mentiras de Zapatero y a la inexplicable inoperancia de los tribunales, una mayoría significativa de catalanes está llegando a la conclusión de que el panorama es insalvable, de que la fractura es demasiado profunda y demasiado activa, y de que es inútil continuar con los esfuerzos pedagógicos que ha practicado el catalanismo durante más de un siglo para participar en la transformación de esa España cuyo esfuerzo de modernización no alcanza ni de lejos el reconocimiento de una pluralidad nacional.

Llegar a esta conclusión es un proceso depresivo porque comporta desengaños y represiones, no sólo respecto a la estructura política y ejecutiva del Estado, sino respecto a la eficacia y la escasa responsabilidad de los sucesivos gobiernos de Cataluña, de sus partidos políticos -al fin, menos comprometidos de lo anunciado en los fervores electorales o en sus mismas proclamas históricas- y, también, de buena parte de su sociedad civil, que ya no ofrece el empuje y la fuerza emprendedora de sus antecesores ni su relativa cohesión ideológica. Las consecuencias, por tanto, alcanzan un general deterioro. La sociedad catalana está desorientada y descontenta porque sabe que, tal como va la política, no aparecerá ninguna solución que resuelva las desafecciones con España, el liderazgo eficaz y definitivo de sus políticos, ni el renacimiento de una sociedad civil determinante, ni, por lo que parece, ningún empuje fundamentalmente revolucionario.

Esta situación es muy negativa, sobre todo en un país débil como Cataluña. La suma de frustraciones lleva al rechazo de todo un sistema, al desprecio de los políticos de gobierno y de oposición, a la decaída de la autoestima y, en fin, incluso a la pérdida de las esperanzas democráticas que hoy ya se plantea por parte de politólogos de Europa y América, como el peligro del "fascismo posmoderno". Véase el oportunísimo libro de Bernat Minuesa Libertad, liberalismo y democracia, que, en un tono muy pedagógico, resume los fracasos programáticos y operativos de la democracia a partir de una mala interpretación del concepto de libertad en las fases destructivas del neoliberalismo.

Pero también podemos reconocer en esta situación algún elemento positivo que hay que subrayar para aprovechar políticamente las vías de convivencia que puede promocionar. Ese elemento es la creciente exigencia de la ciudadanía en el replanteo de las relaciones Cataluña-España en términos de independencia o de autonomía más radical. A pesar de todos los desequilibrios y todas las frustraciones, a pesar de la persistencia de los reparos conservadores, no creo que nunca esa exigencia haya sido tan firme como hoy.

El catalanismo, con todas sus variantes -incluido el independentismo y el federalismo radical-, es ahora un sentimiento generalizado, seguramente porque se ha producido una sedimentación saludable, pero también porque las agresiones españolas lo han ido alimentando, afectando simultáneamente a las diversas esferas de la sociedad catalana, desde los trabajadores a los empresarios, desde los intelectuales y los universitarios a los políticos de cualquier bando.

Ante la necesidad evidente de controlar las infraestructuras vitales para la supervivencia; de defender el idioma, la educación y la cultura; de disponer de más recursos públicos; de organizar la propia administración y la fiscalidad, la mayor parte de la población catalana tiene una respuesta mayoritaria: la conciencia nacional y la voluntad de traducirla en decisiones políticas. Sólo hay que ver la cantidad de documentos y libros que estos últimos meses se han publicado reclamando cambios en las relaciones Cataluña-España, abordando temas concretos o ventilando tabúes antiguos. La lista es sorprendente. Me limito, por tanto, a señalar el libro de Jacint Ros Hombravella, Més val sols..., porque resume ese esfuerzo para destruir criterios conservadores que han frenado desde la sociedad civil -o desde los pretendidos intereses de una clase- la demanda de independencia. Ros explica científicamente la vialidad económica de la independencia de Cataluña y las ventajas materiales que comportaría. Pero el mismo libro acaba reconociendo que el problema no es económico, sino político. Y afirma, al final, que en este campo "ho tenim ben fotut amb el poder espanyol".

Precisamente porque las dificultades son políticas, conviene no desmantelar el tono político de la compleja situación actual. Conviene que los pactos y las concesiones oportunistas no acaben hundiendo el relativo consenso catalanista, que la debilidad de los partidos políticos no debilite la real fuerza popular que está dispuesta a apoyar soluciones más reales y definitivas, que el juego político no desarme a la sociedad.

Oriol Bohigas es arquitecto

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