Dos vestuarios iguales
La semana pasada viajábamos de Barcelona a Bilbao buscando motivaciones, ilusiones y contrastes en la forma de ver y sentir ante hechos similares. Mi idea es que hoy continuemos con esta tendencia viajera para asomarnos a una rendija de dos vestuarios diferentes y en el fondo, seguramente, más iguales de lo que solemos creer.
Parte nuestro viaje desde el aparcamiento de la Ciudad Deportiva del Real Madrid hasta la puerta del vestuario principal, trayecto que se realiza en silencio, repasando con placer el último partido de Sevilla y dejándose llevar por semanas, meses, de partidos ganados y de ausencia de malas noticias en forma de resultados adversos -en estos momentos nuestra mente se encarga de eliminar los vestigios de los malos momentos y crea un foco de luz que nos muestra el momento de forma esplendorosa-. Nuestra mente nos recordará que hace unos meses nos daban por muertos [al Madrid] y que se decía que las opciones de ganar -¡qué digo ganar, sólo disputar!- la Liga eran una utopía imposible. Y ahí estamos, a cuatro puntos del líder, y el sábado tenemos la posibilidad de reducir la distancia a la mínima expresión. Se diría que nuestra constancia nos ha llevado a estar a ese mínimo paso, justo llamando a la puerta de ese líder que, eso sí que hay que reconocerlo, tan bien juega y tanto nos hace disfrutar a los que amamos el fútbol aunque vaya vestido con la camiseta del eterno rival. Abrimos la puerta del vestuario y nos encontramos sonrisas, caras alegres y la sensación de que los 90 minutos del sábado son la revancha que el fútbol nos da después de que nosotros nos la hayamos ganado a base de esfuerzo, dedicación, talento y una capacidad para la supervivencia digna de un estudio serio para encontrar las claves de la resistencia humana al desencanto. Hasta los más deprimidos de nuestro vestuario comienzan a dibujar un leve signo de positivismo, tal vez una mirada, tal vez sólo una leve palmada. Hoy todo suma.
A 600 kilómetros de allí, en la Ciudad Deportiva del Barcelona, acabamos de dejar nuestro coche para acudir al entrenamiento diario. Hoy toca preparase para una nueva batalla; hoy toca ponerse el traje de guerrero, de estilista, de futbolista, para medirse a uno de los grandes de Europa en las semifinales de la Champions. Máxima motivación, máxima exigencia. Y cuando vamos caminando pensamos en que vaya semanita que tenemos por delante, primero estos ingleses y el sábado esos pesados de blanco que no hacen más que meter presión, un día sí y otro también. Sin embargo, sabemos que éste es el máximo escaparate al que cualquier futbolista puede aspirar, estando arriba del todo en todas las competiciones, sin un solo segundo para la distracción. La experiencia nos dice que estos elefantes se comen poco a poco y despacito, y que no por mucho correr va a llegar el sábado antes que el martes. Por tanto, y por mucho que quiera mi quiosquero preferido, mejor nos centramos en el Chelsea, que ya llegará el momento de ir al Bernabéu para cargarnos de una vez y en 90 minutos tanto mito sobre la eterna supervivencia de la nave blanca. Pero ahí, al fondo del pasillo, aparecen los Drogba y compañía, que charlan de forma cómplice con otros que llevan camiseta blanca, y me ha parecido ver a Raúl entre ellos.
Uff, esto empieza a ser una pesadilla. Menos mal que sale Messi para recordarme que deje de mirar al vacío y me vista, que llegamos tarde y nos espera el verde césped del Camp Nou para ir rematando la faena de un año maravilloso. Y a los sueños no se les hace esperar.
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