La segunda economía
Hierven cabezas de cordero, de ternera y patas de pollo en puestos callejeros. Ofrecen colgadores, gafas de sol y bolsas de basura en los semáforos. Van de casa en casa vendiendo mazorcas de maíz cocidas que transportan en cajas sobre sus cabezas. Conducen furgonetas-taxi. Limpian la suciedad doméstica de otros. Arreglan teléfonos móviles. Cosen botones para la industria textil. Peregrinan por los trenes a horas punta escaparates ambulantes: chicles, patatas fritas, refrescos, fundas para proteger el billete mensual, pegamento, maquinillas de afeitar. Venden, sobre todo venden: paquetes de tabaco y cigarrillos, bocadillos y fruta, ropa y cacahuetes, lo pensable y lo impensable. Es la llamada "segunda economía", la economía informal, el recurso del pobre urbano para sobrevivir. Todos los esfuerzos realizados para acabar con ella mediante la potenciación de la economía formal han sido inútiles. Y ahora, con la crisis económica desbocada, los analistas creen que va a crecer aún más. En Suráfrica, en África, está para quedarse.
El Gobierno tira la toalla y facilita la economía informal en vez de impedirla
Es una de las consecuencias del colonialismo y del apartheid. Despojados de sus tierras, sin otra opción de trabajo más que en las minas o fincas del hombre blanco, la única solución para la población negra era -y sigue siendo- emigrar a las ciudades. El gobierno del apartheid trató de evitarlo instituyendo pases que impedían el acceso de los negros a las zonas urbanas si no era con permiso especial. Pero la presión era demasiada y en los años ochenta la emigración se hizo imparable.
En el resto del continente, el éxodo rural se había iniciado décadas antes, con la implantación de monocultivos y el ahogo de la agricultura tradicional. Los primeros barrios de chabolas en las ciudades datan de los años cincuenta. También están para quedarse. Se calcula que el 72% de los trabajadores no agrícolas en el África subsahariana pertenece a la economía informal, desregulada, sin salarios mínimos, sin pagar impuestos, sin protección social (frente al 51% en Suramérica y el 61% en Asia).
En Suráfrica su número se acerca a los dos millones, a los tres si se suma a buena parte del empleo doméstico. Un número nada desdeñable (entre el 19% y el 23% de la población ocupada, dependiendo del año y de la fuente consultada). Tampoco es desdeñable su aportación al Producto Interior Bruto, en torno al 10%.
Los sectores más visibles son los vendedores, el 40% del sector informal, y la industria del taxi (cuya regulación está encontrando oposición, con huelgas violentas, en un sector enfrascado en una guerra por el control de rutas con conductores y pasajeros muertos).
Pero ha sido también el acceso de la Suráfrica democrática a la economía global la causa de un aumento de la informalidad, por ejemplo en la confección, en crisis por la inundación del mercado de importaciones baratas. Muchos de los despedidos siguen trabajando desde sus casas (la mayoría, mujeres) para las empresas del sector formal que los despidieron. Y es que, si el Gobierno pretendía acabar con la informalidad potenciando la economía formal, no contaba con que esta última necesita de la primera y viceversa. Y con que los trabajadores se mueven -a la fuerza obligan- con frecuencia entre ambos sectores. Cobran muy poco, el 40% de ellos sitúa su salario en menos de 500 rands, (41 euros) y el 24% entre 500 y 1.000 rands, (82 euros).
Ante esta situación el Gobierno, una vez aceptado que no va a crear el empleo previsto, espera que sea el sector informal el que lo fomente y ha dispuesto de planes de créditos y formación para ampliar sus negocios. Lo dicho, para quedarse.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.