Triste Noche de Walpurgis
Esta enorme y poderosa obra de los monegascos es el resultado más débil en toda la última producción de Jean-Christophe Maillot (Tours, 1960), centrada en piezas de gran formato.
Música y elementos de escena se comen el poco baile que habita el intento. La Sinfonía Fausto de Liszt (cuyo nombre original es Eine Faust-Symphonie in drei Characterbildern Una sinfonía sobre Fausto en tres retratos psicológicos) es poco apta para el cifrado coréutico y, aunque Maillot está habituado a la redacción au contraire (lo que establece unos ritmos determinados, y en este caso determinantes, de la acción bailada), el todo es aburrido, carece de magnetismo fáustico y con su estética entre el cómic neogotizante frío y la asepsia levemente constructivista, se afana en el narrativo esencial, se hunde en ello y elude la danza misma.
Faust
Coreografía: Jean-Christophe Maillot; música Franz Liszt y Bertrand Maillot; escenografía: Rolf Sachs; dramaturgia: José Zabala.
Teatros del Canal. 17 de abril
A veces se cree mejor pensada para otra obra casi homónima y muy poderosa: las Escenas del Fausto de Goethe de Robert Schumann, que el perturbado compositor hilara entre ensoñaciones casi en paralelo (y no demasiado lejos en lo geográfico) de donde Liszt hacía lo suyo.
Maillot respeta los tres cuadros sucesivos en el sentido de triple retrato orquestal (Fausto, Margarita, Mefistófeles) y tanto las contradicciones propias del personaje como las demandas metafísicas se tratan de expresar en variaciones (solos), largos pas de deux y hasta un alambicado pas de quatre (con cama y crucifijo testimonial) sobre tempi ingrati: lento, adagio, andante soave, hasta llegar a esa especie de Noche de Walpurgis, fiesta averna o bacanal de condenación dionisiaca donde podía haberse lucido (ya Liszt lo hizo al agregar como anticlímax el coro masculino y la voz del tenor: gran acierto que encumbró la obra dentro del gran sinfonismo del XIX).
Pues no. La Walpurgisnacht no sucede en el Monte Brocken, sino sobre una mesa blanca lacada, y es buena ocasión para citar otras obras musicales del entorno: Die Erste Walpurgisnacht (opus 60, Mendelssohn-Bartholdy, 1837) o la obertura wagneriana (1840): todos estaban encandilados con la historia del drama de Marlowe (después Goethe y hasta Mann y en ballet, desde el siglo XVIII a Béjart, que es quien lo ha llevado más lejos: 1964 en la Ópera de París sobre Berlioz y en 1975 en Bruselas: Notre Faust), con su meollo intimista y ciertamente de retruécano en la conciencia. Esto en los Teatros del Canal no asoma: sólo formas monumentales y efectos contemporáneos.
El vasco Asier Uriagereka en el Fausto está acertado en su interiorización y energía. Es un buen bailarín que madura espléndido. Berine Coppieters, musa indiscutida del coreógrafo, hace de La Muerte un ampuloso ser de gusto tardoexpresionista (Murnau). Tanto Jérôme Marchand en Mefistófeles como el inveterado y siempre potente Gaétan Morlotti en Satanás redondean una plantilla de eficientes intérpretes que son los que salvan la velada, le dan lustre y con sus sudores e histrión suplen la falta de una verdadera materia coréutica de altura, de justificación, ante un tema que queda al final tan ancho como largo.
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