Aitor Ortiz: diálogo con la luz
Aitor Ortiz recrea sus "muros de luz", sus "construcciones visuales", sus "fotografías escultóricas", en su estudio de la bilbaína península de Zorrozaurre, un terreno preñado de vestigios industriales que bañan la ría y el canal de Deusto. Es una ubicación propicia porque la obra de este artista, que imprime sus fotografías sobre soportes tridimensionales de cristal o aluminio, de la misma manera que el pintor trabaja sobre el lienzo, parece nutrirse de la energía telúrica que todavía despide ese suelo cultivado con mineral de hierro durante generaciones. Ahí, en su estudio, Aitor Ortiz sueña la pieza que le gustaría cobrarse y luego, cuando ya está en su poder, la trabaja, depura, reinventa y transforma en escultura, "la saco de la pared", como dice él. La arquitectura es su territorio preferente de caza, el campo en el que experimentar a partir de los diferentes lenguajes en un diálogo técnico y artístico capaz de desconcertarnos y emocionarnos.
Así, nuestro hombre -no le mortifiquen con el título de "joven valor", que tiene ya 37 años y decenas de exposiciones y premios en su haber- se traslada un día a Millau (Francia) para capturar los tótems de la modernidad, esos pilares de hormigón gigantescos que sostienen el viaducto más alto del mundo. Descontextualizados y fuera de escala, los pilares surgen en su obra como dos extrañas y bellas esculturas en medio de un paraje sin huella humana. Esos tótems pueden figurar agrietados -"utilizo las grietas como fisuras entre el lenguaje fotográfico y el arquitectónico", dice- o emerger refulgentes en medio de una niebla fantástica. Pero, por lo general, el fotógrafo-pintor-escultor no busca la arquitectura de autor, sino los edificios industriales que le permiten jugar con la luz, elemento clave de su obra. Dice que "la luz es la huella en la fotografía y la sombra en la arquitectura" y que en algunas de sus obras es el elemento constitutivo del espacio y de la pieza.
A medio camino entre la racionalidad analítica y la emoción, busca la ambigüedad para huir de lo obvio y refugiarse en el misterio y la atemporalidad que encuentra también en las canteras. "Me fascinan porque son un espacio natural intervenido y vivo, con cortes y aristas, pero sin pretensiones arquitectónicas". Anclado a su ciudad, Bilbao, donde tiene sus afectos y su hijo de 4 años, el artista observa con recelo la progresiva desaparición de la poderosa traza industrial que dio fisonomía y personalidad a la capital vizcaína. "Hay una confusión notable en torno a la belleza", dice. "Es como si las instituciones pretendieran instalar los duty free de los aeropuertos en el centro de las ciudades".
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