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Columna
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El vientre del violín

Seguro que me equivoco, pero si la economía mundial necesita ser refundada, ya me explicarán qué cosa habría que hacer con las democracias occidentales, donde el bufón que hace de jefe de una de ellas, la italiana, recomienda a los supervivientes de un terremoto que se toman su asilo provisional como un estupendo cámping de fin de semana. Unos seis billones (no recuerdo ahora si de euros o de dólares, porque con esas cantidades es que me pierdo, y lo que me perdería de tenerlas en mis bolsillos) llevan invertidos Europa y Estados Unidos en las más diversas entidades financieras por ver de salvar de la crisis aunque sea la decoración minimalista de los despachos, y esta es la hora en la que esas cifras de vértigo serían poca cosa al lado del derroche de dinero público que nos espera, en un momento en el que ya casi nadie cotiza algo distinto de la cuota voluntaria con la que se abonan los gastos de las casas de caridad. Y Barack Obama disfrutando del contacto en vivo y en directo de las multitudes europeas, como un Bob Dylan cualquiera que proclama dos mensajes complementarios: va a caer una gran lluvia, cierto, pero que nadie se alarme porque los tiempos están cambiando.

Y tanto que están cambiando. La noción de aldea global, creo que de Mac Luhan, se va conformando bajo los dictados de la herramienta Internet, que con tanta información como devoción usuaria transmite lo que todo el mundo más o menos interesado ya sabía, así que no solo se convierte en el territorio de la redundancia tecnológica por excelencia sino que además parodia con resultados realmente sorprendentes tanto a las tertulias tabernarias como a la amable cháchara de media tarde en verano sentados los contertulios a la fresca sobre una silla de enea. Hasta Jiménez Losantos, al que al parecer ya no quieren ni en la emisora de los obispos tuvo que advertir en su blog que ya está bien de malos modos y pésima educación; ni quiero pensar en cómo se despacharían sus amigotes de blog entre risotadas pixeladas.

La aldea es acaso más global que nunca, pero los jefes de las tribus no tienen la menor idea de cómo salir de la que nos han montado, así que se reúnen de vez en cuando para resolver en cuestión de horas lo que tanto esfuerzo como dedicación ha llevado destrozar. La única internacional que perdura y se ha consolidado es la del dinero, el que, como acostumbran a decir Savater y sus amigos respecto de la lengua o los derechos, nunca pertenece a los territorios sino a los individuos, habitualmente a un puñado de individuos ajenos al derecho que se distraen los fines de semana llevando a la ruina a todos los demás. Siendo consecuentes, aunque ya sé que es mucho pedir, los apóstoles de los derechos individuales frente a los de los territorios deberían exigir la abolición, o desear cuando menos la extinción, de cualquier Estado nacional, con o sin lengua propia, ya que en un mundo globalizado carece de cualquier sentido la precaria operatividad de los Estados, por no hablar ya de sus gobiernos. Pero les pierde la timidez selectiva. Si se han atribuido a la afección melancólica las reivindicaciones nacionalistas en algunos territorios españoles, ya va siendo hora de que la melancolía nacional de España se haga el haraquiri, dando pionero ejemplo de internacionalidad verdadera como primer paso para la constitución de un solo Gobierno mundial, con la legión de subsecretarios necesarios para representarlo con dignidad en los territorios que hasta ahora eran naciones con sus correspondientes Estados. Una tarea ingente en la que España, como tantas veces a lo largo de su historia, debe marcarse el farol de dar el primer paso. Un paso pequeño para los individuos pero enorme para la Humanidad.

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